viernes, 28 de agosto de 2009

Visceral


Las horas se acumulaban en un cenicero de arena gris. Sentada a la espera de mi misma, comía de mi cuerpo, con esa aparente despreocupación de quien se tiende en la playa al abrigo del sol.

Imitaba tus gestos al poseerme, al someterme a ese juego animal en donde me desmenuzabas pacientemente hasta encontrar la astilla que habías olvidado.

Luego tu lengua enjugaba mi sangre de tu boca, bebías de mi hasta dejarme vacía, padeciendo la ausencia en una agonía de noches (cicatrices y perlas). Después, sólo eras una sombra riéndote de la vigilia inútil a la que me esclavizabas. Sin más, cortabas ese cordón que tejías en tus ratos insomnes y me dejabas en la misma soledad que compartíamos frente al espejo.

Te perdías en la oscuridad de ese mundo de soles rojos y tiempos muertos, detrás tuyo iba juntando los restos de aquel ritual, (una balada triste) y un llanto aguando la salina. Te preparabas para tu escena predilecta: juntabas tus manos y me untabas con esa pasta espesa y cubrías así las huellas de tu paso, el rostro se desvanecía y te llevabas algo distinto cada vez, dejando incompletas formas a la orilla de ese mar inmenso y solitario tan parecido al abismo.

La noche se llenaba de extrañas visitas, toda clase de demonios rondaban agitados, hambrientos. Se colaban en mí y me entregaba a esa batalla que renovaba el deseo, poseída como estaba, los límites se volvían imprecisos.

Mi cuerpo ya no era mi cuerpo, no lo sentía mi cuerpo, obedecía a otras fuerzas, los labios cerraban sus puertas y se iban, en busca de los tuyos, y así me hallaba sin mí, viéndome partir cada día.

Totalmente desarmada frente al dios que adoro y vestida sólo por llanto me arrojo a sus brazos. Vuelvo, inevitablemente, atada a la necesidad de sentir su piel y sus manos invadiéndome.


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