martes, 11 de agosto de 2009

Bolero de la cordura


Tu ausencia desdibuja el resto de las formas, me quedo callada sintiendo como mi cuerpo es atravesado por un temblor. En la esquina más pequeña de ese cuarto tu contorno es sólo una figura fantasmal que amenaza a mi cordura. Miro por debajo de las lágrimas que tornan esta realidad en un conjunto de impresiciones No puedo fiarme de los sentidos, no hay certezas cuando los sentimientos enraizados en cada célula lo contamninan todo. El cuerpo se enferma y la mente se vuelve hacia atrás, busco indicios, algo que me devuelva a mi condición original, a ese pasado anterior a tu presencia, a esa otra vida en la ni siquiera eras una posibilidad.  

La luz empalidece y el cuarto deviene en prisión, acorralada, así se siente. Sigue en cuclillas, con sus brazos rodea sus piernas, el cuerpo desnudo se agita sismícamente contra la puerta, pero no intenta salir, no desea escapar. Sólo lo deja venir, sabe que por más que lo intente no puede huir, se abandona en lo que cree será su última espera, la única que tiene el poder de salvarla, redimirla o resignificar este sin sentido. Su cordura se irá desvaneciendo lentamente hasta que caiga la noche y cuando ingrese en ese terreno de manchas grises conocerá el destino de los amantes en desamor.  

¿Será este mi destino? Ella eligió y eso me excluye, ahora lo sé, o tal vez siempre lo supe, pero no quise correr el velo, la negación nos permite creer. Sí, puede parecer contradictorio, pero negar es esperanzador, la fe no es más que eso, negar la contundencia del destino. Nos abrazamos a la fe para creer que podemos torcer el camino, que alguien se apiadará y vendrá a rescatarnos del vacío. La salvación está en negar. Y entonces me convertí en eso que siempre detesté: el amor me hizo creyente. Y entonces, cuando me sentí a salvo, cuando me olvidé que mi punto de partida fue el velo, cuando sumergida en ese ritual absurdo creí que había conseguido tener una certeza, ella viene a ponerme a prueba. ¿Por qué se me escapa? Tan difusa, se escabulle y se aleja cada vez más. No hay manera de quebrar la distancia, de tender el puente, ya no puedo tocarla, no soy capaz de hacer nada para retenerla en esta habitación. Hace rato que dejó de escucharme, de todos modos las palabras no dicen la verdad, intentan acercarse, rodearla, clasificarla con cierto aire superador, pero no pueden siquiera asomarse a la realidad que quieren nombrar, sin las palabras sólo me queda el cuerpo, pero ella se va…cada vez está menos acá y yo sin poder detenerla. Las paredes se agrietan, las moscas van y vienen libremente y todo se vuelve cada vez más oscuro, todo menos ella que -teñida de blanca- deambula, con los brazos abiertos, la cabeza hacia atrás y los ojos cerrados. Sus pies se despegaron del piso, otra evidencia de que se va, se va sin mí.  

Cae en el piso, se desmorona sin elegancia -como ha sido casi todo en su vida-, y (la) llora.  El llanto cesa un poco por agotamiento físico, otro poco porque el dolor se vuelve ira, y entonces da paso a un balbuceo casi inaudible. Alza los brazos, al parecer está pidiendo algo, pero ella nunca ha creído en dioses, ni santos, ni plegarias a la hora de la siesta. Se seca las lágrimas con la manga del sweater, luego se quita el flequillo de los ojos como queriendo correr ese manto que lo vuelve todo más confuso. Empieza a gatear por todo el dormitorio, tanteando para no golpearse, esas cosas que el instinto no olvida, porque la verdad es que no le importa evitar el dolor, lo quiere, lo necesita como evidencia de su existencia, pero el cuerpo tiene esa memoria casi idiota y repetitiva que la detiene antes del impacto. La oscuridad absorvió todas las formas, apenas se la puede ver desorientada buscando. ¿Qué busca? 

Nada y angustia. Dos caras de una misma moneda, ellas se adueñan del lugar, en este momento soy parte de esa gran nebulosa, no reconozco fuera de mí la existencia, si es que puedo reconocer un ser, ¿hay existencia sin el otro? Me resulta imposible concebirme sin ella. Sé que tengo sobre mi cuerpo una piel que no es mía, entonces es ahí cuando me permito no dudar de esos recuerdos, esos pequeños flashes de ¿felicidad?Sus manos tocándome y su lengua dentro de mi boca, bebiendo de mí, deslizándose suavemente hastra adentrarse completamente en mí. Romper para construir y moldear el propio yo, porque el ser descentrado busca su lugar, ese que le es negado. El afuera se vuelve dentro y ya nada queda fuera de mí, el cuerpo lo constituye todo, le da consistencia a esa masa amorfa de sentimientos y fabulaciones.  ¿Cuál es el orgien de todo?, ¿dónde queda la fe y la razón? En dónde se entrcruzan los límites, o son sólo líneas paralelas que se proyectan hasta el infinito, condenadas a no juntarse nunca, a perderse en un tiempo virtual. La vida como un reloj de arena: de un lado hacia el otro, un minuto de ida y otro de vuelta. Cuántos minutos necesitás para darte cuenta que estás vivo, que todo lo que pase por esa calle en algún punto es tuyo, basta con que lo hagas carne, como si verdaderamente creyeras que con extender la mano y tomarlo te pertenece. Los dedos se estiran hasta al cielo, hasta que son un puño doblado que se tensa hasta abrirse en un gesto solidario y absurdo. ¿Qué te queda por dar? Si lo sabés no lo retengas, abrí el pecho y que la piel no importe, si al final de cuentas, la piel es lo que me separa de ser vos, olvidala, ponela en el cajón más chiquito del placard, bien al fondo y tapala con los medias, dejala ahí hasta que te hayas olvidado de que la tenías. Sólo así todo se vuelve a unir. ¿Quién me acerca más a vos? Si  todo tiene que ver con vos, todo siempre empieza y termina en vos.  ¿Estaré perdiendo la razón?  

Se recuesta en el piso, en posición fetal, el pelo le cubre el rostro, con las manos rodea el cuerpo, se abraza y ya no dice nada. Una repentina calma inunda el cuarto en penumbras. ¿Es esta su bandera de rendición? Al parecer se entrega a un sueño pacífico, se acabaron los quejidos, el llanto y todo lo demás. La habitación y ella, sobre todo ella, parecen haberse entregado a la noche, al chan chan final que lo cierra todo. Una luz se enciende al final del pasillo y deja ver a alguien que se acerca en un vaivén lento de caderas. ¿Será la presencia que antes reclamaba? Justo ahora que parecía habituarse a la ausencia. Cada vez más cerca y cada vez más lento, como si no quisiera despertarla, sigilosa marcha como la del ladrón que no quiere ser descubierto. Se arrodilla frente a ella, le descubre la cara y le besa las mejillas todavía húmedas por el llanto. Va hacia el viejo tocadiscos y después de un raro chasquido de la púa, la música encuentra su camino y un bolero comienza a sonar: “Anoché hablé con la Luna y le conté mis penas, y le conté las ansias que tengo de tenerte, anoché hablé con la Luna, me dijo tantas cosas y quizás esta noche vuelva a hablarme otra vez”.  Cuando me volví a asomar ella bailaba sujetando un cuerpo sin vida, o al menos eso me pareció… 

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