lunes, 10 de agosto de 2009

Castillo de naipes (house of cards)


Pasó demasiado rápido. Después de aquel despertar la vista se nubló y el cuarto quedó en sombras. El cuerpo recortado y los fragmentos, como una evidencia inescrutable, eran lo único que resplandecía. Inquietante y abrumadora presencia que sus manos no podían asir, en fútil intento de abarcarlo todo miró hacia fuera, pero los autos y la gente seguían pasando allá abajo. En esa calle húmeda nada parecía haber cambiado y, sin embargo, nada era igual. Quedó detenida en ese instante de puertas que se cierran para no volver a abrirse, estaba todo dicho, el viento había derrumbado su castillo de naipes y con el se había llevado el resto. El corazón latiendo, los cigarrillos que se consumían uno tras otro en un cenicero atestado, la casa y un poderoso silencio que podría hacer colapsar hasta las paredes, inmutable concreto que la devolvía a ese lugar del que quería tan solo escapar sin rendir explicaciones, exceptuando, por una vez, la previsibilidad que la debilitaba frente a lo no organizado.

Cientos de interrogantes la cercaron, el desconsuelo de los que presienten la derrota se encendió en sus ojos que pronto rebalsaron en un llanto incontenible.

En ese momento sólo pudo pensar en las instrucciones para llorar que alguna vez había leído en las páginas de un libro de Cortázar. Es extraño el funcionamiento de la mente, pensamientos que vienen inexplicablemente- en un enredarse y desenredarse- anudándola aún más a su cuerpo, pero luchando por escindirse y convertirse en otra cosa diferente a esa suma de miedos y angustias. Si pudiera aturdir sus sentidos, otra especie de fuga sería posible. Un par de pitadas fueron suficientes para suspender su turbación, cambiaba una por otra, era consciente de eso, mas no me importaba porque la certeza de que su conciencia se le imponía como condena no le dejaba más que la resignación o la negación. No vislumbraba salida de ninguna, la una o la otra no eran más que la confirmación de lo que estaba sucediendo. Sus estúpidas argumentaciones internas se presentaban como el demonio a exorcizar. ¿Cómo salir de sí, sin dejar de ser? Era como maniatar su “yo” y arrojarlo al fondo del océano sin esperanzas de que lo devuelvan a la superficie, hundirse para ser parte de una nueva materia y olvidarse del cuerpo, ese portador del dolor, evidencia de su padecer. Había que dejarlo atrás o aceptar la transformación como un paso hacia otro estadio superador, de lo contrario sería como volver a construir un castillo de naipes, siempre a punto de derrumbarse. Abrumadora experiencia, el amor con toda su magnificencia puede ser una carta de liberación o el cerrojo que te confisque a toparte con tus propias voces, esas que boicotean el alcance del otro, tan cerca y tan infranqueable. La otredad se presentaba como desafío y amenaza, acorralándola, volviéndola una con sus propias incertidumbres. Paralizada en ese rincón, siguió esperando el impacto, un castillo de naipes no podía sostenerse demasiado tiempo sin que un dedo inquisidor viniera a tumbarlo despreocupadamente, como quien se va a dormir con la certeza de que habrá un nuevo amanecer y los autos y la gente seguirán allá abajo, en esa calle donde nada parecía haber cambiado.

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