viernes, 28 de agosto de 2009

Visceral


Las horas se acumulaban en un cenicero de arena gris. Sentada a la espera de mi misma, comía de mi cuerpo, con esa aparente despreocupación de quien se tiende en la playa al abrigo del sol.

Imitaba tus gestos al poseerme, al someterme a ese juego animal en donde me desmenuzabas pacientemente hasta encontrar la astilla que habías olvidado.

Luego tu lengua enjugaba mi sangre de tu boca, bebías de mi hasta dejarme vacía, padeciendo la ausencia en una agonía de noches (cicatrices y perlas). Después, sólo eras una sombra riéndote de la vigilia inútil a la que me esclavizabas. Sin más, cortabas ese cordón que tejías en tus ratos insomnes y me dejabas en la misma soledad que compartíamos frente al espejo.

Te perdías en la oscuridad de ese mundo de soles rojos y tiempos muertos, detrás tuyo iba juntando los restos de aquel ritual, (una balada triste) y un llanto aguando la salina. Te preparabas para tu escena predilecta: juntabas tus manos y me untabas con esa pasta espesa y cubrías así las huellas de tu paso, el rostro se desvanecía y te llevabas algo distinto cada vez, dejando incompletas formas a la orilla de ese mar inmenso y solitario tan parecido al abismo.

La noche se llenaba de extrañas visitas, toda clase de demonios rondaban agitados, hambrientos. Se colaban en mí y me entregaba a esa batalla que renovaba el deseo, poseída como estaba, los límites se volvían imprecisos.

Mi cuerpo ya no era mi cuerpo, no lo sentía mi cuerpo, obedecía a otras fuerzas, los labios cerraban sus puertas y se iban, en busca de los tuyos, y así me hallaba sin mí, viéndome partir cada día.

Totalmente desarmada frente al dios que adoro y vestida sólo por llanto me arrojo a sus brazos. Vuelvo, inevitablemente, atada a la necesidad de sentir su piel y sus manos invadiéndome.


jueves, 27 de agosto de 2009

Ella duerme


¿Dónde estás? Cuando el cielo como un manto azul te envuelve y encuentra un lugar para vos junto a la estrella más brillante.

¿Dónde estoy? Cuando en la soledad de la noche me dejas expectante aferrada a tu ausencia.

Ella duerme y yo la contemplo, le robo ese instante sin que lo note, preservando la desnudez más íntima, esa que la deja indefensa ante la mirada invasora que intenta arracarle parte de su juego somñoliento, sus ojos cerrados como dos persianas blindadas me niegan la entrada a ese mundo interior en el que navega -perdida entre tinta china y carbonilla- dibujando en las sábanas los sueños que se le escapan durante el día. La abrazo sin dañar esa inocencia crepuscular que la circunda, ajena como estoy a esa realidad que teje apasiblemente, entre ronroneos y sonrisas, e intento aferrarme a su cuerpo, el único testigo de sus estremicimientos y el culpable de los míos.

Recalo en su boca, desafiante fruto maduro que invita al delirio, la moldeo a la mía, la aprisiono entre mis labios y la dejo escapar, para volver a iniciar el ritual una y otra vez hasta beberlo todo, y aún así, nunca es suficiente. Anhelante y con los sentidos perturbados por su belleza sostengo esa vigilia que me esclaviza y de la que, sin embargo, no pretendo escapar.  

miércoles, 26 de agosto de 2009

Berlín en bicicleta


En Berlín la gente anda en bicicletas que tienen etiquetas con nombre de otros. Lu me contó que quería empezar a conocer la ciudad, meterse por cada una de sus calles para sentir y hacerse de ese lugar. Necesitaba que no le resulte tan extraño, que las calles no le parecieran nuevas a cada paso, porque así recordaría en todas las esquinas que no está acá, sino allá, y entonces vendría el llanto y todo lo demás. Pensó en bicicletas, en una rosa, o tal vez verde, el verde le iría bien. Fue sencillo encontrar una bici, al parecer hay un mercado negro en el que circulan una variedad de modelos, tamaños y colores, una "mafia turca" de bicicletas. Tardó dos días en caer en que la suya perteneció a una tal Marianne. Imagino a Marianne buscando con la mirada la bici apostada en el lugar de costumbre, alguna puteada en alemán, que por ser en alemán debe sonar mucho más a puteada, y después seguiría una búsqueda silenciosa por las calles, intentaría reconocer las marcas personales, un raspón acá y el rastro de la etiqueta mal puesta. Lu sin embargo olvidó pronto a Marianne, la bici ahora era tan suya como Berlín. Había aprendido a distinguir algunos barrios y sabía que tenía que cuidar su bici de los turcos, al menos ya era algo. Después había cuestiones menores, aparentemente no interpretaba muy bien los códigos de los "bici-colegas", para ser fiel al término que empleó ella y que me sigue causando gracia, hay indicaciones precisas, señas para detenerse y ese tipo de cosas. Tal vez un repentino freno para observar en detalle un edificio, un monumento o una catedral. Otras, por un motivos menos evitable y totalmente necesario, aunque el resto de los colegas no lo entendiera, un bici conductor con anteojos en un día de lluvia debe detenerse para limpiar los vidrios al menos cada dos cuadras y luego seguir y así hasta el final del recorrido.

martes, 25 de agosto de 2009

LABIAL 34


Silvia está terminando de maquillarse. Ya tiene puesto el vestido con flores que le queda tan bien.  Ese que sabe que a él le gustaba. Tiene unas flores rojas sobre un fondo negro, un escote que muestra más de lo que insinua y un tajo que se abre sobre su pierna derecha.  Silvia piensa que ya no saldría a la calle con ese vestido, pero para esperarlo a él, no puede ser otro. Tiene esa corazonada. Cuando él entre, se mostrará despreocupada, ya lo decidió. No dirá nada de lo que suele decirle, su boca sólo será prisionera de ese lápiz labial Nº 34, rojo pasión, que a su marido -ex marido- tanto le inquietaba. No se llenará de reproches, esos quedarán encerrados entre sus otros labios, esos que ya no quiere necesitar.
Silvia canturrea algo,  parece un bolero, pero no de los tristes. Ella quiere su final feliz. Mientras termina de borrar las marcas del llanto de la noche anterior, piensa en cómo sería besarlo de nuevo, pero con la mano que sostiene el algodón borra esa imagen, mejor no adelantarse.  Silvia se siente orgullosa por el trabjo que hizo, se le nota en el escote. 
Sale del baño y va hacia su cuarto, con la palma de la mano extiende las arrugas de la cama y se sienta en la punta más cercana a la puerta a esperar(lo). 

Carlos se quedó dormido y está de mal humor.  Apaga rabiosamente la radio, prefiere manejar en silencio hasta su casa, la que era su casa, la casa de sus hijos. Qué difícil le resultaba acostumbrarse a nombrar las cosas de un modo que hace 18 años atrás le hubiera resultado inconcebible. Carlos sabe que tendrá que tolerar los reproches de su mujer -ex mujer-,  y a eso sumarle una cuota extra de gritos por haber llegado tarde a buscar a los mellizos.  Preferiría no tener que pasar por “eso” justo en su día de descanso. Le gustaría, en cambio, levantarse con un rico desayuno en la cama, leer el diario hasta perder la noción del tiempo y luego salir a caminar por el río. Carlos está a una cuadra de “eso” que no quiere, por eso prefiere desviarse hasta el kiosco en un intento de postergar unos minutos el encuentro con ella. 

Estaciona y a Silvia, que mira impaciente por la ventana, le empieza a latir el corazón desbocadamente. 

Toca el timbre y los mellizos, Maxi y Nico, se pelean por abrir la puerta.  La riña termina cuando Nico se golpea con el marco de la puerta y va corriendo hacia su madre mientras señala con el dedo de la venganza a su hermano. Maxi, triunfante, se le cuelga a Carlos y le estampa en su chomba blanca la marca de sus zapatillas. Silvia no puede evitar la carcajada, Carlos se da cuenta de que hace mucho que no ve reír a su mujer -ex mujer-.

 -¿Querés café?

-Bueno, si no estás apurada. 

-No estoy apurada. ¿Por qué lo decís?

-Me pareció. Bah, en realidad pensé que salías porque te pusiste ese vestido.

-Ah, sí,  pero no voy a ningún lado. No todavía.

-Bueno, como quieras, porque mirá que te puedo alcanzar con el auto.

-No hace falta. 

 Le entregó la taza y se aseguró de rozar sus manos con las de su marido. Él levantó la vista e inmeditamente se sumergió en ese mar negro que ella le ofrecía.

Carlos no sabía qué hacer, no estaba preparado para la Silvia de escote y flores rojas.

Ella tampoco pudo sostener por mucho tiempo las promesas que se hizo en el baño cuando todavía canturreaba un bolero.

 -Todavía no entiendo por qué te fuiste.

 Cuando el reproche tiñó sus labios Nº 34, se arrepintió y, sin darse cuenta, ella también se sumergió en un mar negro, sólo que otro distinto al de Carlos.

 -A mí me gustaría poder entenderte, no es que quiera que me sigas dando explicaciones, pero es que … No entiendo. Sé que teníamos problemas, claro, como todo el mundo, no nos olvidemos de que tenemos 18 años de matrimonio, cuatro de novios. Y después vinieron los mellizos y capaz yo sé que no fui tan mujer como madre, pero los chicos me demandan mucho y necesitan atención todo el tiempo. Me costó darme cuenta de que me la paso corriendo detrás de ellos, limpiando y quejándome por esto y lo otro, hasta que...

La casa ya no es lo mismo y los nenes te extrañan tanto y yo… quiero saber por qué no hay vuelta atrás…porque en terapia avancé mucho y siento que las cosas pueden ser de otra manera. Pero vos también hiciste lo tuyo, porque cuando no era una cosa, era la otra. Yo puedo asumir mis culpas, pero … No, dejá, no me digas nada, ya sé lo que me vas a decir, si siempre me decís lo mismo, pero es que si tuvieras otra, si tuvieras otra capaz podría lidiar con eso. ¿Tenés otra? No, dejá, no quiero saber eso, ¿para qué? Si vos me dijiste que no hay otra yo te creo, pero es que no entiendo, porque esto así… Es la nada, es la muerte más triste, porque soy yo la que vaga por la casa como un fantasma. No sos vos, no son los recuerdos que están en cada rincón. Ojalá fuera sólo eso , porque eso puedo reducirlo a cenizas. En cambio yo…

 Silvia se sentó con las piernas cruzadas y el tajo del vestido delineó su pierna derecha. La mano de Carlos comenzó a bailar en ocho sobre la tela, pero no pudo completar la trayectoria. Dejó caer su cabeza de perro en el regazo de Silvia. Ella lo acarició lentamente. Permanecieron en silencio algunos minutos.

 -Vos no tenés la culpa.

-Eso ya lo sé,  pero no me saca de este lugar. Siempre creí que vos me podías rescatar. Esta mañana me desperté convencida, pero me acabás de sacar esa esperanza.

 Lloran. Silvia de espaldas a la puerta, recostada sobre la bacha de la cocina, como si pudiera encauzar allí ese mar negro vuelto en llanto. Él se refugia en sus  manos y se permite llorar como una mujer.

Carlos apura otro sorbo de café.

 -La esperanza no es algo que yo te pueda quitar. Me estás sobrestimando, casi como siempre.

-No te pongas puntilloso. Eso dejalo para tus alumnitos.

-¿Alumnitos? ¿Qué tienen que ver?

-Si vas a seguir con este juego…

-¿Qué?

-No me interesa hablar.

-No fui quien empezó.

-No, si a vos te encanta terminar con las cosas, aunque no, es peor aún, porque no tenés los huevos para llegar hasta el final. Te quedás a mitad de camino. Sos profesor universitario porque no tuviste agallas para ser escritor y ahora te la venís a dar de no sé qué… ¿Qué mierda necesitás? Ni siquiera eso sabés, o probablemente lo sepas, pero no te animás, como tampoco podés  decirme la verdad. Sos un cagón, porque las excusas que me diste… ¿Vos te pensás que eso me alcanza?

-Silvia, bajá la voz por favor, los nenes…

-Los nenes… Ahora te venís a preocupar por los nenes, porque no pensaste antes en “los nenes”. Estoy harta de sentir pena por mí, estoy harta de tratar de entender, estoy harta de esperar que todo vuelva, de algún modo, a su lugar. Estoy harta de justificarte, de llorar y de no poder seguir adelante. Necesito saber por qué mierda te fuiste y qué es eso que tanto estás buscando. A ver… contame, ¿qué se te perdió? ¿eh? Ahora a los 40 se te viene a dar por buscarte, ¿qué? a ver… decime, ¿qué vas a encontrar ahora? A una pendeja de 20, eso vas a encontrar.  ¿Qué pasó? Te enamoraste de una estudiante con las tetas más lindas que yo. Qué estúpida y yo me pongo… Te juro que pensé que… No sé, la tonta idea de que algo te provocara. Todo porque me levanté cantando ese bolero y lo tomé como una señal. ¡Qué ridícula!

-No es ridículo. Siempre nos gustó creer en esos indicios, y sigo creyendo que hay ciertos cosas que uno no maneja y hablan de una sincronicidad, de esa magia que envuelve las situaciones cotidianas. Para vos fue ese bolero, para mí fue el despertador que nunca escuché. Sabía que esta mañana iba a ser diferente. Y mirá., pasaste de la súplica al desafío, el vestido, el café… Todo porque me quedé dormido. 

-No me vas a decir nada.

-¿De qué?

-De lo que te pasó, de lo que te pasa, de lo que querés.

-¿Querés herirme? Yo no quiero.

-¿Y con eso qué?

 Carlos se acerca a la mesada, apoya la taza vacía y besa a su mujer -ex mujer-, mientras acaricia la tela del vestido, y sale de la cocina con los labios sellados por el labial Nº 34, rojo pasión.

Carlos no se lleva a los mellizos. Tampoco se sube a su auto. Carlos inicia su caminata hacia el río. 

  

 

 

 

 

viernes, 21 de agosto de 2009

Terapia II


Llegó cinco minutos antes de su horario. Esperó en la entrada del edificio sin tocar el timbre, encendió el primer cigarrillo del día y repasó mentalmente los acontecimientos relevantes de la semana pero no encontró ninguno que justificara especial atención. No le gustaba entrar al consultorio sin saber de que iba a hablar. El silencio la ponía incómoda. Prefería tener un tema en mente antes de sentarse en el sillón verde. Hoy no se le ocurría nada. Apagó el cigarrillo y miró la hora, faltaban dos minutos para las nueve, la noche estaba pegajosa y lenta.
Tocó el timbre con impaciencia y aguardó. La misma mujer de unos cuarenta y tantos años bajó con la llave de Marta, le abrió la puerta y se la entregó, apenas intercambiaron palabras.
Ese simple ritual de pasarse la llave siempre le había parecido significativo. Un paciente le pasaba, "transfería", la llave de acceso. Inmediatamente pensó hacia donde la transportaba ese pequeño ascensor, se miró en el espejo tratando de ver que impresión causaría, luciría desequilibrada, preocupada, confundida, perturbada, acaso triste. Contempló una vez más la imagen que le devolvía el espejo y pensó que se veía bastante bien y, aunque no podía negar que experimentaba todos esos sentimientos, lograba cierta neutralidad en su expresión.
En cambio a la mujer de los cuarenta y tantos años se le notaba. Un divorcio reciente, la misma soledad de siempre, tenía que ser eso y no otra cosa. Su ojo clínico le decía que no podían ser otros los motivos que la llevaban a lo de Marta cada viernes cuarenta minutos antes de que ella llegara.
Pensó si la mujer, pongamos que se llama Silvia, vería a través de ella. La tranquilizó el espejo y su apariencia de normalidad. Nunca había llorado en sesión, tampoco había llegado nunca en plena crisis, siempre ocurrían antes o después, pero nunca, nunca cercana a su visita al consultorio.
Es cierto que ella la veía, a Silvia ,cuando salía de terapia y eso era bien distinto a entrar.
Entonces agradeció ser la última paciente de Marta, sin intercambio de llaves posterior a su sesión, sin terceros que jugaran a adivinar las razones que la arrastraban hasta allí.
Abrió la puerta del ascensor y golpeó en el departamento D. Escuchó del otro lado un incesante ir y venir, se imaginó a Marta acomodando el consultorio, vaciando el cenicero que llenaba Silvia y estirando la funda del sillón.
Esperó en el pasillo, afuera, fuera de sí, porque entrar -en algún punto- implicaba sumergirse, nadar en las aguas de ese mundo tan celeste. Tal vez por cuarenta breves minutos en siete largos días entreabría la ventana y se dejaba entrar. Por cuarenta minutos -una vez a la semana- se producía el encuentro.

jueves, 20 de agosto de 2009

Terapia I



¿Qué puertas se abren cuando uno se recuesta en el diván, apoya la cabeza y simplemente se abandona en sus pensamientos?
No lo sabía y por eso se sometía dócilmente. La sola idea de detenerse a pensar en eso podría acabar con su consulta. A ella le gusta pensar que ir a terapia es como nadar en una pileta que no conoce. "Te zambullís y no sabés cuán profundo podés llegar, sólo te preocupás por mantenerte a flote. Te aferrás a algo, no importa qué, mientras te mantenga a salvo"… Y manteniéndose a salvo, saboteaba hasta su propio inconsciente. Negándolo, se negaba. ¿Cómo pretendía que Poli no la negase si ella misma lo hacía? Por qué reclamaba lo que no podía dar.
Resuelta a no jugarle una mala pasada a su "yo", llegó, con la puntualidad de siempre, faltando cinco minutos para las nueve y sin tener la menor idea sobre lo que iba a hablar.
Mientras subió los siete pisos se ocupó de arreglar su peinado sin acomodar las ideas. Pensando en que, esta vez, no debía pensar en nada.
Marta le abrió la puerta, ella dejó la llave sobre la mesa de la recepción y pasó al pequeño y caluroso cuarto que oficiaba de consultorio. Miró el diván de reojo, por primera vez se sintió tentada, pero desistió. Esperó que Marta tomara su cuaderno y entonces largó un "No sé". Por primera vez se encontraba ante la escrutadora mirada de Sigmund con la guardia baja. Era presa fácil. Tres pequeñas figuras se proyectaban como sombras en una pared: el superyo y el ello se batían a duelo mientras el yo se tapaba los ojos con denotada y oscura pasividad. La voz de Marta la devolvió al caluroso cuarto, el agónico ventilador se sacudía con la misma monotonía y sin provocar efecto alguno, imitando el incesante y silencioso movimiento de las agujas del reloj, que marca que tan sólo pasaron cinco minutos desde que entró al consultorio.
¿Qué cosa no sabés?, insistió Marta. Nada. A esa altura sentía que todo lo que alguna vez le había dado cierta seguridad se había derrumbado. No tenía idea de nada. Se dio cuenta que había permanecido los últimos años en stand by.
Ahora que Poli había dejado de ser "el tema conflictivo", cayó en la cuenta de que todo había girado en torno de su ex. El árbol había tapado el bosque. Los pequeños enredos domésticos le permitieron postergar su propia búsqueda. Se había mantenido a salvo aferrándose a una relación que tenía más de escape que de encuentro. "Suddenly I see", se dijo, pero calló.
Es que ahora entendía que el encuentro tenía más de escape que de encuentro. Encontrarse tenía que ser otra cosa. Tenía que asumir dos cosas, que tenía 27 años, y una tremenda crisis de identidad la mantenía atrapada en la más absoluta soledad, casi de claustro.
¿Terminamos por hoy?
Se incorporó, tomó su cartera y pagó la sesión.

miércoles, 19 de agosto de 2009

Comfortably numb (segunda entrega)


Ese día se había levantado más temprano que de costumbre, algo agitada, como si un mal sueño la obligara a ponerse de pie. Así lo hizo. Se puso el desaville en silencio para no despertarlo, lentamente recogió cada una de las prendas de las que se despojó la noche anterior. Fue hasta al baño y se dejó caer en la bañera, con la lluvia de la ducha golpeándole en la espalda. Lloró. Espantó los fantasmas de la noche anterior con una mano y con la otra se frotó con fuerza cada centímetro de su piel como su pudiera lavar invisibles heridas.
No recordaba haber llorado frente a ellos, siempre se contenía para no lastimarlo a él, pero sabía que su hijo intuía sus padecimientos, sabía leerla, tenía ese don que lo hacía tan diferente a su padre y tan semejante a ella. Cómplices silenciosos, eso eran. Se dispuso a salir del baño, vestida, peinada, sin rastros de debilidad. Atrás ni para tomar impulso, se decía. Esas palabras signaban sus días y, sin querer, las había cargado en la espalda de lo único que hubiese querido preservar de un mandato familiar tan absurdo como frustrante.
Se había criado entre mujeres a la sombra, de esas que la vida matrimonial termina por domesticar, que siguen su marcha sin mirar lo que se queda en el camino. Ella aprendió bien y esa fue su condena, que aún cumplía.
Retazos del sueño irrumpieron el diálogo interno, el inconsciente le hablaba y se prestó a escuchar ese susurro impertinente mientras preparaba el café y terminaba de despejar la mesada.
Seguía con la misma sensación que la obligó a abandonar la cama, no encontró qué hacer, todo estaba ordenado, repasó los estantes y se detuvo en la harina, cuántas angustias había amasado, apaleado y transformado en algo dulce.
Cerca de las diez, al chirrido del viejo lavarropa se le sumó un solo de piano de ¿Chopin?, nunca tuvo oído musical, a pesar de los vanos intentos de su hijo por acercarla a ese mundo tan suyo. La mañana se tornaba aún más rara, un escalofrío le recorrió la espalda y el miedo se instaló en su pecho. ¿Qué hacía Joaquín despierto tan temprano? Por un momento pensó que eran compañeros hasta en los sueños, que los acusiaban los mismos fantasmas, esos que se paseaban noche tras noche en su frío dormitorio y jugaban partidas insomnes sobre su cama.
Se lavó rapidamente las manos, que luego se secó en el desteñido delantal, y con su caminar de pasitos apretados y silenciosos pegó la oreja a la puerta del cuarto de su hijo. Dentro, un incesante ir y venir, ruido a papeles en movimiento, cajones que se abrían y cerraban bruscamente conformaban una orquesta despareja que acompañaba a la altisonante melodía. Un subidón la arrebató y la hizo incorporar, como si una descarga eléctrica la hubiese despegado de la puerta, algo se estaba gestando allí y no podía ser bueno. "No, no, no", dijo y se alarmó de tan sólo escucharse.
El aroma a vainilla pronto inundó el corredor y la devolvió a los quehaceres domésticos. Tendió el mantel y sirvió la mesa para el desayuno, ésta vez sumó una taza más. Se sentó a esperar.

martes, 18 de agosto de 2009

Comfortably numb


Los años son sanatas porque si no tenés los discos no te liberás, escupió sin entender que quiso decir pero con la certeza de que esas serían sus últimas palabras. Miró a su madre sentada en la cocina, con las manos apretadas sobre la falda y el desconcierto afincado en cada una de sus arrugas.
Su pacífica espera lo conmovió, en cambio el viejo no daba señales, con él siempre había sido más difícil, la misma mueca fruncida para todos los momentos. Tal vez eso era más verdadero que cambiar de máscara según la ocasión, pero a él le jodía. Le jodía la indiferencia de todos estos años, ¿sería feliz su madre? Jamás había observado un gesto cariñoso hacia esa mujer dulce y cándida, sentía una enorme culpa, sabía que la estaba sumiendo en la más oscura soledad, que al condenarse, la condenaba. No encontró otra forma.
Echó otra mirada a la cocina: los frasquitos prolijamente alineados, la canasta con los esconcitos caseros, el aroma del café fresco y la frase agitada por el agónico ventilador que lo seguía cubriendo todo.
Si pudiera decir algo más, disculparse o explicarse, pero reencontrarse con las palabras a esta altura le parecía imposible, se enredaría en tratar de hacerle entender que ella lo había hecho bien, que estaba agradecido por su sacrificio y que lo poco o mucho hombre que era se lo debía por completo a sus manos laburantes, a sus consejos tejidos en hilos de colores y a los parches zurcidos cariñosamente para que no se reabriera la herida.
Si supiera que lo mismo que lo obligaba a callar eran sus palabras: "Atrás ni para tomar impulso", le repetía siempre. Sería eso lo que la había retenido todos estos años en esa vida de manteles a cuadros y siesta obligada para que el tiempo no pese tanto. La fortaleza estaba marcada por permanecer, irse hubiera sido fácil pero huir era retroceder y ella no entendía de eso.
¿Cuándo había renunciado a sus sueños?, ¿En qué momento había dejado de luchar?, ¿Cuándo se extinguió el anhelo de quinceañera con vestido de novia, marido y casa propia? ¿Conocería ella otra cara de aquel hombre parco, lo habrá visto intercambiar máscaras de días de fiesta y amores adolescentes, con la de marido respetuoso y padre responsable? Aquel hombre de mirada cansina y labios finitos seguía siendo el misterio que signaba sus días.
Cuando los ojos de su madre lo tocaron supo que era tiempo, arrastró su cuerpo hasta la pieza, se detuvo unos instantes, miró sobre su hombro, vio su recortada figura derrumbada sobre la mesa. Atrás ni para tomar impulso, se repitió y cerró la puerta.
Bajó la persiana, miró hacia la cama deshecha, cualquiera podría adivinar su cuerpo, procuró tender las sábanas y tapar esa sombra que lo perturbaba. Se sentó a contemplar los fragmentos de sí, la colección de autitos que heredó de su primo, los libros que lo alejaron de la absurda cotidianeidad, del hastío que le provocaba ser parte de ese mundo. Siempre se había sentido afuera, ajeno, lidiando entre dos realidades caprichosas e incómodas.
Se sentó en el suelo, mientras encendía un cigarrillo se puso a revolver los discos, apartó uno que puso cuidadosamente sobre la bandeja, apoyó la púa y lo dejó correr. Se recostó en el piso, pegándose a los parlantes como cuando era chico, cerró los ojos y abrazó la música, "Comfortably numb" se le metía hondo, tan hondo como la última pitada de ese Marlboro, sacó el humo con fuerza, como si lograra ahuyentar todo lo que lo retenía en ese cuadro imperfecto.
Cerró los ojos y escuchó el susurro de Waters: "Is anybody in there …?
¿Habría alguien ahí? No lo sabía, pero se dispuso a averiguarlo.

viernes, 14 de agosto de 2009

La espera


Podría ser un perro, un boleto viejo a París, la estampita en la billetera, cualquier cosa menos amor. Una mujer, sin importar su nombre, siempre espera, sentada junto a la ventana, en una cama deshecha, en las páginas de un libro leído hasta el hartazgo o mirando el río seguir y seguir.  Mientras tanto, todo puede cambiar. La noche puede ser la reina negra que se acerca silenciosa hasta jaquearla, pero ella seguirá inmutable con el anhelo apretando su cuello. No tiene tiempo, son ojos que se pierden en el punto en donde el mar se junta con el cielo. Ella sigue suspendida sin notar la caída libre al vacío. Puede parecer pacífica y hasta dócil su espera, pero no, esa es solo una imagen. Se deshace por dentro, bucea en una búsqueda desesperada de razones, lamentos y rezos, para seguir aún cuando ya olvidó las razones. Es una guerrera de agujas que tejen sueños de hilos invisibles. El vestido largo sin arrugarse, sus dedos como bocados frescos hurgan en la memoria. Se puede amar dos cosas al mismo tiempo -pregunta él- tal vez si, tal vez haya una forma particular de amor destinada a cada quien -le dice-. Ella piensa que todo es una gran pérdida de tiempo, para qué preguntar, no necesita saber, siente y eso basta, se preguntan los que dudan, intenta convencerse para no caer en su trampa. Él se conforma, al menos su voz le agrada, no importa lo que diga, si él sabe que el diálogo no existe, sólo los actos. Y ella, espera. A veces con mate y una pava siempre a punto de estallar, otras desnuda y con un libro a medio terminar.  Ella no duerme, pero ella, siempre tratando de ver las señales por debajo del agua. Podría morir y renacer, ser pez, trueno, una canción, un boleto viejo a Madrid, cualquier cosa menos mujer.

jueves, 13 de agosto de 2009

Noches de enciclopedia


El paso del tiempo siempre lo había atormentado y, a causa de esta vigilia forzada en la que transcurrían sus noches, la sensación de asfixia que lo acosaba había escalado. La paranoia nocturna era absoluta, bastaba el menor ruido, la puerta del ascensor, el ladrido histérico del perro del 5º C o la serenata de exabruptos que se profesaba la nueva parejita del departamento contiguo para desencadenar en él pensamientos dignos de un cuento fantástico.
Con los ojos bien abiertos y el corazón agitado, la radio clavada en el mismo dial y la luz del velador prendida, Fernando repasaba las páginas de una gran enciclopedia, así intentaba engañar a las terribles bestias que venían a buscarlo e incorporaba ávido una serie de eventos e información completamente inútil. Sin embargo, hallaba cierto placer en jugar a inventar definiciones alternativas para resolver absolutos tan inabarcables como el alma, la angustia y por qué no la felicidad.  Y entonces se internaba en un soliloquio interior en el que volvía a repasar su última relación sentimental, algo que no supo cómo se le escapó, e intentaba encontrar el error que delatara la fisura, pero no. Por más que le diera vueltas la respuesta no aparecía.
Salió de esa ensoñación en vigilia cuando el peso de la enciclopedia venció a sus brazos y retomó la línea en la que había detenido la lectura. Semejante ejemplar, con ilustraciones en colores, anexos y una serie de mapas desplegables e incómodos, lo obligaban a incorporarse totalmente sobre el espaldar de la cama y le impedían fumar. Había noches en las que Fer se retorcía de risa imaginando una mesa redonda con viejos de ceño fruncido y con un tono pedagógico discutiendo sobre las dos minúsculas líneas sobre la que sentarían las bases de una nueva convención, acuerdo metafísico y filológico, acerca de la felicidad humana, reducida a “un estado del ánimo que se complace en la posesión de un bien”, y los milagros a “hechos no explicables por las leyes naturales atribuidos a una intervención sobrenatural de origen divino”. Si un milagro se posara frente a ellos, ¿serían capaces de reconocerlo? Claro que no, y por eso, se reía de ilustres señores con respuestas tan burocráticas como su oficio de etiquetar y definir, tarea que también estaba abarcada por otra de sus innumerables  “proposiciones que exponen con claridad y exactitud los caracteres genéricos y diferenciales de algo material o inmaterial”. Con claridad y exactitud, ¡como si eso fuera posible!, la risa para ese entonces se transformab en estruendo puro.
Replicaba en voz alta y podía llegar a monologar durante horas con firmes argumentos que rebatían tanta simplicidad. Se negaba a aceptar que la complejidad del mundo, que tanto lo angustiaba, pudiera caber en esas oscuras afirmaciones. Pero no importaba, el caso era ocupar el tiempo, negarlo si se quiere, y que al perderse en esa vida meticulosa ordenada alfabéticamente olvidara, al menos por un instante, que la muy perra se le escurría y agotaba como las páginas de ese libraco.
El teléfono sonó y con un golpe seco puso fin a la lectura, aprovechó para encender un cigarrillo, le gustaba fumar mientras estaba al teléfono, incluso siempre le resultó atractivo escuchar del otro lado del tubo surgir esa masa espesa de humo que viaja desde el interior del otro y luego se cuela en los oídos.
Era Walter que, una vez más, se sentía solo y necesitaba salir, no importa a dónde –dijo- aunque ya tenía el plan armado. Irían a tomar algo al bar de costumbre, verían las mismas caras de siempre escrutándolos, instigandólos a sumirse en ese aire de alcohol y penas muertas de tanta repetición. Se sentaron en una mesa cercana a la ventana, pidieron dos cervezas y se quedaron en silencio. A esa altura ya conocían sus padecimientos, sus obsesiones, preferían compartirlas sin palabras, para qué nombrarlas, no hacía falta, se les escapaban con cada bocanada de aire y las tragaban con cada sorbo de birra. En la esquina, una pareja se despedía cariñosamente, se notaba que vivían el principio del amor, esa etapa de descubrimiento, ternura y susurros tibios al oído. Pensó, con el desencanto que lo caracterizaba, cuánto faltaría para que lleguen al abismo. A ese punto en donde ya se gastaron los artificios del enamoramiento, y las virtudes se convierten en vicios insostenibles. Los miró con desdén, ese que le generaba saber el truco que ellos desconocían, que se enmascaraba en ese romanticismo pegajoso y estúpido. Quiso salir, enfrentarlos y escupirles en la cara todas las trampas del amor. Apoyó con fuerza el vaso sobre la mesa y llamó al mozo.
-La cuenta por favor –dijo.


miércoles, 12 de agosto de 2009

Un escritor y su destino


"La Argentina, en todo caso, es una suma de realidades, a menudo incomunicadas entre sí"

A fines de 1975 el director Sergio Renán buscaba el argumento para su segunda película. Aturdido por las presiones externas y su propio miedo a filmar, ya había descartado libros y guiones en los que había trabajado. Después del éxito obtenido con "La tregua", ninguna historia le parecía atractiva. Revisando en una librería encontró "Alrededor de la jaula", una novela de Haroldo Conti.

El libro lo impactó por el contenido de su historia y emocionó por la belleza de su escritura. Fue así que decidió contactar a Conti para comprarle los derechos y empezar a trabajar en la adaptación del guión.

Esa búsqueda fue extrañamente dificultosa. "Me costó mucho conseguir el teléfono, y dar con él-dice Renán-. Me di cuenta que había problemas, que en realidad Haroldo estaba ocultándose y que sus amigos no querían decir su dirección, lo único que pude hacer fue tratar de que le llegara mi mensaje".

Le llevó prácticamente un mes encontrar al escritor. Se presentó en su casa de Fitz Roy y comprobó el estado de peligro e inseguridad permanente en el que vivían Conti, su segunda esposa, Marta Scavac y las hijas de ella Vivian y Miriam Acuña.

Vivian Acuña recordaba que los meses previos al secuestro de Conti fueron difíciles y complicados para ellos. Él ya había recibido amenazas en el colegio nocturno en el que enseñaba latín y habían tenido que esconderse en varias oportunidades. "Una noche estuvimos como prófugos en lo del escritor Humberto Constantini (militó junto a él en una agrupación gremial en la Sociedad Argentina de Escritores). Haroldo sabía, le habían advertido, que figuraba en las listas y podía caer en cualquier momento". 

"Mientras llega el día me invento tristezas y saco el brazo entre las rejas de la jaula. Un día como digo, pasaré el cuerpo entero"

Por ese entonces dormían poco, en ocasiones en casas ajenas, se levantaban por cualquier ruido, estaban muy tensionados y las posibilidades que Conti encontraba para escribir eran mínimas. Sin embargo, su mujer comentó que pensaba hacer la continuación de "Mascaró, el cazador americano", un libro al que le tenía un cariño especial porque había sido premiado por Casa de las Ámericas, y una recopilación con nueve cuentos de temas políticos de los que tenía todos los títulos.

El único que pudo escribir fue "A la diestra", un relato que surgió después de que su hermana le contó la muerte de una tía de Chacabuco. Éste quedó en la memoria de todos porque el día en que la Brigada de Operaciones 601 irrumpió en su casa de la calle Fitz Roy, estaba en la máquina de escribir. "Finalmente, cuando se llevan a Haroldo y se van, escapo entre los escombros y me llevó el cuento que había escrito horas antes. Fue un símbolo", dijo Marta Scavac.

El escritor Abelardo Castillo, que tuvo oportunidad de compartir reuniones con Conti, relata la noche del 4 de mayo de 1976: "Marta y Haroldo habían ido al cine a ver El Padrino II, dejando a Miriam de siete años y a Ernesto, de tres meses al cuidado de un compañero que estaba ocultándose en la casa de ellos. A medianoche cuando regresaron, los estaban esperando cinco hombres vestidos de civil que portaban ametralladoras. A ella la encapucharon y la sometieron a un interrogatorio mientras golpeaban a Haroldo brutalmente".

Los dos viajes a Cuba como jurado del concurso de Casa de las Ámericas- en 1971 y en 1974- lo habían ubicado entre los intelectuales "peligrosos".

"Ser revolucionario es una forma de vida, no una manera de escribir"

"A pesar de estar informado acerca de lo que sucedía vivía de una manera que implicaba mucho riesgo para aquella época. Tuvo la oportunidad de irse, incluso lo charló en varias oportunidades con su amigo y compañero Constantini, pero no quiso porque tenía un compromiso político muy fuerte-comenta Néstor Restivo, periodista, y coautor de Haroldo Conti, Biografía de un cazador. Con el golpe instalado no tuvo mucho tiempo para reaccionar o dimensionar lo que podía suceder".

El día que lo secuestraron, tenía un militante del PRT (Partido Revolucionario de los Trabajadores)escondido en su casa-afirma-éste hecho no fue el desencadenante pero ejemplifica cuál era su manera de adherir a ese movimiento.

"Conti era un tipo incapaz de seguir un lineamiento duro, creía que se podía llegar a la revolución mediante la lucha armada y estaba sumamente influenciado por la experiencia de Cuba, incluso-sentencia Restivo-fue tildado de agente cubano. Siempre había tenido una postura de izquierda pero antiperonista, por lo que nunca se alineó con Montoneros".

A diferencia del escritor también desaparecido, Rodolfo Walsh, Abelardo Catillo cree que Conti "no era un militante tradicional sino un intelectual que apoyaba y se había comprometido emocionalmente, sin un sentido de pertenencia absoluto a un partido".

Cuando desde el gobierno se dieron cuenta de la repercusión de su captura, publicaron una desmentida en los diarios afirmando que a Haroldo Conti no lo habían detenido los militares sino que había sido víctima de organizaciones para-policiales o su desaparición era producto de un auto-secuestro.

En el famoso almuerzo de escritores e intelectuales con Jorge Videla, en la Casa Rosada, del que participaron Jorge Luis Borges, Ernesto Sábato, Esteban Ratti presidente de la SADE y el padre Leonardo Castellani, profesor de Haroldo en el seminario de Villa Devoto-cuenta Castillo-éste intercedió por él. Logró que el presidente de facto accediera a otorgarle un permiso de visita. Pero cuando lo vió en Coordinación Federal, Haroldo Conti agonizaba por las torturas a las que había sido sometido. Sólo pudo darle la extremaunción.

La adaptación de Sergio Renán, "Crecer de golpe", se estrenó el 30 de junio de 1977, con la censura vigente y Conti desaparecido.

El director contó que la única sugerencia que Haroldo apuntó en el guión, fue que "en una de las escenas de las jaulas, el ruido de los barrotes de las puertas que se cierran, se remarcara de manera tal que le insinuara al espectador todo lo que significa el encierro".

"Yo soy escritor nada más que cuando escribo. El resto del tiempo me pierdo entre la gente"

Rara vez la definición que uno hace de sí mismo coincide con la que los demás pueden escribir o pensar, pero en el caso de Haroldo Conti, no hay mejor descripción que la que él mismo hizo.

Era un contador de historias con un grandioso sentido del humor que lo convertía en centro de las reuniones de amigos. Impulsado por un espíritu bohemio y aventurero tenía curiosidades que lo llevaron a recorrer disímiles caminos. Fue tendero junto a su padre, banquero, camionero, aviador, navegante, periodista, cineasta y profesor de latín.

Un hombre sencillo, sin pose de intelectual. Creía que la literatura era su destino pero no un fin en sí mismo, de los que saben escuchar atentos a cualquiera que tenga algo para decir. Compartía charlas interminables con los isleños en el Tigre, y se perdía entre ellos sin que nadie pudiera intuir que se encontraba frente a un escritor exquisito. Luego escribía y los transformaba en personajes, les daba otra vida en sus libros, como en "Sudeste"(1962).

Rodolfo Walsh, que compartió con él unos pocos encuentros en el Delta, dijo sobre su primera novela: "Ésta historia debió ser mía, pero Haroldo me ganó de mano".

Más tarde llegaría "Alrededor de la jaula" (1966) que tiene el mismo tono triste que "En vida" (1971), para terminar con la gran fiesta que es "Mascaró, el cazador americano"(1975).

Su obra también incluye un libro de cuentos "La balada del álamo carolina" (1975), que son, en su mayoría, historias influenciadas por el ambiente de su pueblo natal, Chacabuco.

Sus intereses no eran sólo literarios, también incursionó como colaborador para la revista Crisis en la que trabajó con Eduardo Galeano y Aníbal Ford.

Era un apasionado del cine, participó en el guión de "La muerte de Sebastián Arache y su pobre entierro", de Nicolás Sarquis. Muchos vieron indicios para pensar que su carrera podría haberse encaminado para el documentalismo.   

No puede saberse con certeza, qué caminos hubiese transitado, pero como dijo Mario Benedetti: "El mayor triunfo de Haroldo es que su obra va a quedar y eso es algo que ninguna fuerza represiva puede destruir. Porque si bien muchas veces el artista es un blanco fijo y por eso cae, su obra es un blanco móvil y allí no aciertan".

 * Las textuales que abren cada segmento pertenecen a Haroldo Conti.

 

martes, 11 de agosto de 2009

Bolero de la cordura


Tu ausencia desdibuja el resto de las formas, me quedo callada sintiendo como mi cuerpo es atravesado por un temblor. En la esquina más pequeña de ese cuarto tu contorno es sólo una figura fantasmal que amenaza a mi cordura. Miro por debajo de las lágrimas que tornan esta realidad en un conjunto de impresiciones No puedo fiarme de los sentidos, no hay certezas cuando los sentimientos enraizados en cada célula lo contamninan todo. El cuerpo se enferma y la mente se vuelve hacia atrás, busco indicios, algo que me devuelva a mi condición original, a ese pasado anterior a tu presencia, a esa otra vida en la ni siquiera eras una posibilidad.  

La luz empalidece y el cuarto deviene en prisión, acorralada, así se siente. Sigue en cuclillas, con sus brazos rodea sus piernas, el cuerpo desnudo se agita sismícamente contra la puerta, pero no intenta salir, no desea escapar. Sólo lo deja venir, sabe que por más que lo intente no puede huir, se abandona en lo que cree será su última espera, la única que tiene el poder de salvarla, redimirla o resignificar este sin sentido. Su cordura se irá desvaneciendo lentamente hasta que caiga la noche y cuando ingrese en ese terreno de manchas grises conocerá el destino de los amantes en desamor.  

¿Será este mi destino? Ella eligió y eso me excluye, ahora lo sé, o tal vez siempre lo supe, pero no quise correr el velo, la negación nos permite creer. Sí, puede parecer contradictorio, pero negar es esperanzador, la fe no es más que eso, negar la contundencia del destino. Nos abrazamos a la fe para creer que podemos torcer el camino, que alguien se apiadará y vendrá a rescatarnos del vacío. La salvación está en negar. Y entonces me convertí en eso que siempre detesté: el amor me hizo creyente. Y entonces, cuando me sentí a salvo, cuando me olvidé que mi punto de partida fue el velo, cuando sumergida en ese ritual absurdo creí que había conseguido tener una certeza, ella viene a ponerme a prueba. ¿Por qué se me escapa? Tan difusa, se escabulle y se aleja cada vez más. No hay manera de quebrar la distancia, de tender el puente, ya no puedo tocarla, no soy capaz de hacer nada para retenerla en esta habitación. Hace rato que dejó de escucharme, de todos modos las palabras no dicen la verdad, intentan acercarse, rodearla, clasificarla con cierto aire superador, pero no pueden siquiera asomarse a la realidad que quieren nombrar, sin las palabras sólo me queda el cuerpo, pero ella se va…cada vez está menos acá y yo sin poder detenerla. Las paredes se agrietan, las moscas van y vienen libremente y todo se vuelve cada vez más oscuro, todo menos ella que -teñida de blanca- deambula, con los brazos abiertos, la cabeza hacia atrás y los ojos cerrados. Sus pies se despegaron del piso, otra evidencia de que se va, se va sin mí.  

Cae en el piso, se desmorona sin elegancia -como ha sido casi todo en su vida-, y (la) llora.  El llanto cesa un poco por agotamiento físico, otro poco porque el dolor se vuelve ira, y entonces da paso a un balbuceo casi inaudible. Alza los brazos, al parecer está pidiendo algo, pero ella nunca ha creído en dioses, ni santos, ni plegarias a la hora de la siesta. Se seca las lágrimas con la manga del sweater, luego se quita el flequillo de los ojos como queriendo correr ese manto que lo vuelve todo más confuso. Empieza a gatear por todo el dormitorio, tanteando para no golpearse, esas cosas que el instinto no olvida, porque la verdad es que no le importa evitar el dolor, lo quiere, lo necesita como evidencia de su existencia, pero el cuerpo tiene esa memoria casi idiota y repetitiva que la detiene antes del impacto. La oscuridad absorvió todas las formas, apenas se la puede ver desorientada buscando. ¿Qué busca? 

Nada y angustia. Dos caras de una misma moneda, ellas se adueñan del lugar, en este momento soy parte de esa gran nebulosa, no reconozco fuera de mí la existencia, si es que puedo reconocer un ser, ¿hay existencia sin el otro? Me resulta imposible concebirme sin ella. Sé que tengo sobre mi cuerpo una piel que no es mía, entonces es ahí cuando me permito no dudar de esos recuerdos, esos pequeños flashes de ¿felicidad?Sus manos tocándome y su lengua dentro de mi boca, bebiendo de mí, deslizándose suavemente hastra adentrarse completamente en mí. Romper para construir y moldear el propio yo, porque el ser descentrado busca su lugar, ese que le es negado. El afuera se vuelve dentro y ya nada queda fuera de mí, el cuerpo lo constituye todo, le da consistencia a esa masa amorfa de sentimientos y fabulaciones.  ¿Cuál es el orgien de todo?, ¿dónde queda la fe y la razón? En dónde se entrcruzan los límites, o son sólo líneas paralelas que se proyectan hasta el infinito, condenadas a no juntarse nunca, a perderse en un tiempo virtual. La vida como un reloj de arena: de un lado hacia el otro, un minuto de ida y otro de vuelta. Cuántos minutos necesitás para darte cuenta que estás vivo, que todo lo que pase por esa calle en algún punto es tuyo, basta con que lo hagas carne, como si verdaderamente creyeras que con extender la mano y tomarlo te pertenece. Los dedos se estiran hasta al cielo, hasta que son un puño doblado que se tensa hasta abrirse en un gesto solidario y absurdo. ¿Qué te queda por dar? Si lo sabés no lo retengas, abrí el pecho y que la piel no importe, si al final de cuentas, la piel es lo que me separa de ser vos, olvidala, ponela en el cajón más chiquito del placard, bien al fondo y tapala con los medias, dejala ahí hasta que te hayas olvidado de que la tenías. Sólo así todo se vuelve a unir. ¿Quién me acerca más a vos? Si  todo tiene que ver con vos, todo siempre empieza y termina en vos.  ¿Estaré perdiendo la razón?  

Se recuesta en el piso, en posición fetal, el pelo le cubre el rostro, con las manos rodea el cuerpo, se abraza y ya no dice nada. Una repentina calma inunda el cuarto en penumbras. ¿Es esta su bandera de rendición? Al parecer se entrega a un sueño pacífico, se acabaron los quejidos, el llanto y todo lo demás. La habitación y ella, sobre todo ella, parecen haberse entregado a la noche, al chan chan final que lo cierra todo. Una luz se enciende al final del pasillo y deja ver a alguien que se acerca en un vaivén lento de caderas. ¿Será la presencia que antes reclamaba? Justo ahora que parecía habituarse a la ausencia. Cada vez más cerca y cada vez más lento, como si no quisiera despertarla, sigilosa marcha como la del ladrón que no quiere ser descubierto. Se arrodilla frente a ella, le descubre la cara y le besa las mejillas todavía húmedas por el llanto. Va hacia el viejo tocadiscos y después de un raro chasquido de la púa, la música encuentra su camino y un bolero comienza a sonar: “Anoché hablé con la Luna y le conté mis penas, y le conté las ansias que tengo de tenerte, anoché hablé con la Luna, me dijo tantas cosas y quizás esta noche vuelva a hablarme otra vez”.  Cuando me volví a asomar ella bailaba sujetando un cuerpo sin vida, o al menos eso me pareció… 

lunes, 10 de agosto de 2009

Castillo de naipes (house of cards)


Pasó demasiado rápido. Después de aquel despertar la vista se nubló y el cuarto quedó en sombras. El cuerpo recortado y los fragmentos, como una evidencia inescrutable, eran lo único que resplandecía. Inquietante y abrumadora presencia que sus manos no podían asir, en fútil intento de abarcarlo todo miró hacia fuera, pero los autos y la gente seguían pasando allá abajo. En esa calle húmeda nada parecía haber cambiado y, sin embargo, nada era igual. Quedó detenida en ese instante de puertas que se cierran para no volver a abrirse, estaba todo dicho, el viento había derrumbado su castillo de naipes y con el se había llevado el resto. El corazón latiendo, los cigarrillos que se consumían uno tras otro en un cenicero atestado, la casa y un poderoso silencio que podría hacer colapsar hasta las paredes, inmutable concreto que la devolvía a ese lugar del que quería tan solo escapar sin rendir explicaciones, exceptuando, por una vez, la previsibilidad que la debilitaba frente a lo no organizado.

Cientos de interrogantes la cercaron, el desconsuelo de los que presienten la derrota se encendió en sus ojos que pronto rebalsaron en un llanto incontenible.

En ese momento sólo pudo pensar en las instrucciones para llorar que alguna vez había leído en las páginas de un libro de Cortázar. Es extraño el funcionamiento de la mente, pensamientos que vienen inexplicablemente- en un enredarse y desenredarse- anudándola aún más a su cuerpo, pero luchando por escindirse y convertirse en otra cosa diferente a esa suma de miedos y angustias. Si pudiera aturdir sus sentidos, otra especie de fuga sería posible. Un par de pitadas fueron suficientes para suspender su turbación, cambiaba una por otra, era consciente de eso, mas no me importaba porque la certeza de que su conciencia se le imponía como condena no le dejaba más que la resignación o la negación. No vislumbraba salida de ninguna, la una o la otra no eran más que la confirmación de lo que estaba sucediendo. Sus estúpidas argumentaciones internas se presentaban como el demonio a exorcizar. ¿Cómo salir de sí, sin dejar de ser? Era como maniatar su “yo” y arrojarlo al fondo del océano sin esperanzas de que lo devuelvan a la superficie, hundirse para ser parte de una nueva materia y olvidarse del cuerpo, ese portador del dolor, evidencia de su padecer. Había que dejarlo atrás o aceptar la transformación como un paso hacia otro estadio superador, de lo contrario sería como volver a construir un castillo de naipes, siempre a punto de derrumbarse. Abrumadora experiencia, el amor con toda su magnificencia puede ser una carta de liberación o el cerrojo que te confisque a toparte con tus propias voces, esas que boicotean el alcance del otro, tan cerca y tan infranqueable. La otredad se presentaba como desafío y amenaza, acorralándola, volviéndola una con sus propias incertidumbres. Paralizada en ese rincón, siguió esperando el impacto, un castillo de naipes no podía sostenerse demasiado tiempo sin que un dedo inquisidor viniera a tumbarlo despreocupadamente, como quien se va a dormir con la certeza de que habrá un nuevo amanecer y los autos y la gente seguirán allá abajo, en esa calle donde nada parecía haber cambiado.

viernes, 7 de agosto de 2009

Manzanas verdes


Me quedé ciego a los 8 años. Tuve el tiempo suficiente para armar mi paleta de colores y recuerdos. Lo necesario para sentir la amputación.¿Cómo se le explicá a un niño la renuncia? Me sacaron de la escuela, del equipo de fútbol y los cumpleaños quedaron vedados, sólo para protegerme. El 13 de abril dejé de ser un chico más, no es que aprecie la vulgaridad, pero el pasaje de Bernie, el chico de la casa de portón blanco, tosco, desgarbado y algo narigón me caía mejor que el Bernie “especial”. No hay nada de especial en la ceguera. Mi mamá se esforzó por hacerme creer que era mejor así, porque no tendría que ver “todo lo feo que hay en este mundo, mi imaginación se desarrollaría y podría crear un mundo propio”.

Así fue como “mi mundo” se fue conformando dentro de las cuatro paredes de mi cuarto. No quise salir más. No salí más hasta que tuve que buscar a Carla, pero eso fue mucho después. Encerrado en la oscuridad de mi habitación, que es igual a cualquier otra, descubrí el don que sí me hizo verdaderamente especial - el que me colocó entre los 10 mejores del mundo y me dio reconocimiento internacional- pero eso también llegó después. En ese momento sólo se trataba de un juego, una manera de seguirle el pulso a la casa, al afuera al que de algún modo no quería renunciar del todo. Mi tía Mirta olía siempre a almendras, era un regordete budín de pasitos apretados, humeante, esponjosa y crocante. Venía todos los miércoles a visitarme, entraba silenciosamente a mi refugio y me dejaba dos rodajas de budín con la chocolatada, con “mucha espumita”, que preparaba especialmente para mí. La abuela Rosa vivía con nosotros. Ella era un frasquito frágil de colonia Heno de Pravia. La casa siempre adoptó su olor, algo que siempre me extrañó porque era el más delicado, el más suave y sútil. Un día me confesó que el secreto para la persistencia era “perfumarse en capas”,  primero se bañaba con el jabón de esa fragancia, luego se entalcaba, con la misma, y por último se ponía la colonia. Nunca cambió de marca, nunca cambió de hábito. Y con sólo atravesar el portón blanco, uno se sumergía en ese universo lleno de sol de mediodía, de pasto recién cortado, fresco como una brisa primaveral y blanco, tan blanco. Rosa olía a luz para mí. Después estaba mi padre que tenía impregnado el taller mecánico, una mezcla de grasa y transpiración masculina que no llegaba a ser desagradable, más bien resultaba como un afrodisíaco que alborotaba las hormonas femeninas de las señoras del barrio y, aunque recién saliera de la ducha, lo mismo se percibía ese mundo subterráneo de fosa con herramientas y repuestos desparramados. Mi mamá era como un pedacito de algodón mojado en alcohol. Cuando llegaba del hospital con su ambo inmaculado todo se tornaba más higiénico, inyectaba a cada ambiente una nota de Espadol, como si con el movimiento de sus brazos al andar fuera esterilizando el aire. A mí se me hacía que, de no estar ciego, podría ver como cada partícula alumbrada por el sol se iría desvaneciendo en el aire a medida que la rozaba. No me gustaba su olor, era inevitable que evocara en mí las corridas del día del accidente, los interminables pasillos del sanatorio en total oscuridad. Lo último que ví fue su rostro. Con los años mi inocultable rechazo había abierto una brecha gigante entre los dos e incrementado su sensación de culpa. Que mi abuela pudiera opacar con su manto luminoso tanta oscuridad resultaba reconfortante. Después estaba Elsa, la hermana menor de mi madre, que destilaba un olor rancio de noche insomne y colillas aplastadas en un cenicero. Podía adivinar sus ojeras de llanto y soledad, las yemas de sus dedos amarillas y su aliento a encierro. Elsa estaba empapada, como en un día de tormenta negra, de humo de cigarrillos. Imaginaba desprenderse de su alborotada cabellera mal teñida gotas de alquitrán y nicotina, que descendían lentamente por sus lagrimales, siguiendo el curso de su nariz, hasta chocar con sus labios y romperse silenciosamente en su lengua. Me caía bien. Entraba a mi guarida, muy de vez en cuando, me contaba alguna de sus desventuras amorosas y partía, sin esperar que yo dijera nada, pero sabiendo que la había escuchado atentamente. A ella le bastaba y a mí también. Cuando mi encierro se extendió por más tiempo del que mis padres sospecharon como “entendible”, decidieron empujar a mi pequeño mundo “a una amiguita con quien pudiera entenderme”. Carla había nacido ciega, por eso las cosas se le daban más naturalmente y las aceptaba con un sentimiento que a mí me maravillaba y, hasta el día de hoy, no encuentro una palabra que pueda explicarlo. No tardó en ganarse mi confianza, simpatía y corazón. Tenía un año y medio más que yo, el pelo lacio y suave y, al ser algo más alto, su cabeza siempre me quedaba a la altura de la nariz y su olor a manzana verde se me metía hondo. Dulce, pero no demasiado; frutal, pero con un toque silvestre y un dejo a cajón de madera y tierra fértil. Carla olía a vida. Y así, sin querer, sólo con su champú me devolvió el mundo que había recortado a cuatro paredes y volvieron las ganas de salir sólo para encontrarla en su jardín. Finalmente, me convertí en un profesional de las fragancias y los perfumes, dejé de ser ojos, como todo el resto, para ser nariz, como unos pocos. Mi trabajo es buscar, combinar, elegir, descartar y resumir conceptos abstractos en una sinfonía de fragancias que quedan encapsuladas en botellitas de perfumes. El oficio se basa en discernir entre miles de fragancias y, si el don del olfato llega a la genialidad, crear un nuevo aroma. Cuando Carla se fue, no hubo tiempo para despedidas, me obsesioné con encontrar esa tentadora manzana verde en algún lugar. Tardé en comprender que para ella sólo fui un chico más, eso que había anhelado en otros tiempos, ahora, me desgarraba el corazón porque quise tanto ser Bernie, su amigo “especial”. Me había olvidado, así, sin más. A pesar de mi madurez, seguía sin entender de qué se trataba la renuncia y, será por eso, que sigo buscando su perfume, ya no en las calles, sino en un sofisticado laboratorio. Quiero que ese sabroso jugo que se desprendía de su lisa cabellera, esa dulce melodía con algo de trágico, ese crujir de los dientes en la carne blanca, la aspereza de la cáscara y la suavidad de su interior quepan en un pequeño frasco de perfume. Carla como una brillante manzana verde llena de vida…

jueves, 6 de agosto de 2009

La cosa


Guada se ocupó de organizarlo todo: lugar, invitados, hacer la colecta para el regalo, (que después se encargaría también de elegir) comprar los globos, inflarlos y hasta el traslado de la agasajada (que era yo). Todo parecía bajo control, tanto que a mí (que la conozco) me parecía raro, pero decidí darle un voto de confianza. El resultado: asistencia perfecta, el lugar impecable, la comida también, hasta que llegó el momento de abrir el regalo (de alto impacto). Mi cara de sorpresa juro que fue nada comparada a la de mi jefa que miraba desde la cabecera (intuyo que se preguntaba si la distancia le jugaba una mala pasada o si sus gastados ojos la engañaban). Digamos que tratándose de una despedida laboral (ni remotamente cercana a una de soltera) la elección era algo… atrevida (aún más conociendo que dentro de los invitados se encontraban los “altos mandos”). Guada no se inmutó y hasta parecía orgullosa (incluso se animó a tirar un chiste y decir que el color era en mi honor) y poco satisfecha con la estupefacción generalizada siguió jugando con el doble sentido (bastante cercano al chiste fácil cuando de lo sexual se pasa a la vulgaridad). “Las pilas también corren por cuenta nuestra”, tiró sin una pizca de rubor. “Un bajón si llegabas a tu casa entusiasmada y ¡sorpresa! no tenía bateria”, acotó. Lo peor del caso fue, después de la primera reacción (sorpresa), tener que ocultar mi alegría (debo reconocer que efectivamente me entusiasmaba la idea) en ese contexto de incomodidad protocolar. Porque contrario a lo que podia suponer, resultaba simpático, amigable y (si desconociéramos su funcionalidad y el tabú que lo rodea) con una textura que invitaba a tocarlo. Además, era tan evidente que mi jefa (detrás de su aparente sobriedad y rechazo) reclamaba con sus inquietos deditos tocar a “la cosa”. Más de una (y no son suposiciones, porque después pude obtener sus secretas confesiones) intentó desdibujar esa mueca de deseo cual niña frente al último lanzamiento de Mattel (mejor no doy ideas). De todos modos, que “la cosa” generara tanto revuelo entre adultos (hombres y mujeres de más de 30 años sexualmente activos y, aún más, pertenecientes a una de las denominadas profesiones liberales) no dejaba de ¿inquietarme?. Así que “la cosa” en cuestión desató, más tarde, un debate sobre la hipocresía que hay en torno a determinados temas, como el de considerar a la mujer dueña de su sexualidad no sólo como plantea Cosmo en sus páginas (que nos equipara a perras complacientes del macho de turno) sino como buscadoras activas de su propio placer (que no necesariamente es con un otro) y que (tranquilamente) puede ser muy de ella solita (o no tanto, en este caso). Finalmente, el postre (sin doble sentido) se impuso como protagonista y todos dejaron en el olvido a “la cosa” (todos menos yo que agradecí la ocurrencia de Guada de incluir las pilas para no tener que hacer escala en un kiosco de regreso a casa). ¡Qué buena despedida! (cheers).