jueves, 10 de diciembre de 2009

Los siete Gandini (Primera entrega)

Los siete Gandini llevan el cajón desde el patio de la vieja casona de la calle Ramos Mejía hasta al auto que espera en el frente y denuncia el luto a los vecinos y peatones. Los hijos de Justina conservan la calma, no derramaron ni una sóla lágrima,  desfilan por el angosto pasillo en sus impecables trajes negros y con sus cabezas gachas. Todo ocurre en silencio, sin llantos histéricos,

hasta que Mario rompe la fila y empieza a golpear el ataúd con fuerza, mientras los otros lo contemplan sin sorpresa  y sin resistencia. Se quedan inmóviles sosteniendo esa caja sin vida como si lo de Marito fuese un berrinche que hay que dejar pasar porque si se le dice algo la situación empeorará. Lo miran y callan. Él, sin embargo, parece querer provocarlos, es un desafío a su quietud, a sus impasibles rostros amarillos de velorio.

Mario  se da por vencido y vuelve en silencio a ocupar su lugar. Los siete Gandini esperan que el auto arranque y vuelven a ingresar a la casa, en el mismo orden que salieron: Carlos “El gordo” es el mayor, un ingeniero naval de 54 años, divorciado y sin hijos, (dicen que su excesiva obesidad le impide mantener relaciones sexuales y, justamente por esto, su mujer lo dejó).  Él nunca lo reconoció y cuando se le pregunta por las razones, tira con un guiño: el problema es que a mí me gustan las putas, y larga la risotada. Nadie le cree.

Juan Pedro arrastra medio siglo de culpas, una mujer con pies grandes y tetas chicas, tres hijos varones y un perro salchicha adicto al sexo. No, no es feliz. Nunca siquiera atisbó que algo parecido podría tocarle en esta vida. Sabe que lo suyo es la agónica espera. Sólo cuenta los días y los ingresos y egresos de una pequeña fábrica de botones en Palomar.

Julio César tiene 43 años y dos meses. Es de capricornio. Le gustan los trajes cruzados, los vigilantes con crema pastelera y los mocasines marrones. Está casado con Luisa, una peluquera y tarotista de ojos grandes y cejas pronunciadas. Luisa canta finito mientras le hace el brushing a alguna clienta. El matrimonio no pudo tener hijos, pero la casa no se siente vacía. Las paredes están llenas de platos decorativos, de los trofeos de pelota paleta del diputado Julio, óleos improvisados por la tarotista, cuando pinta, Luisa se hace llamar también Estrella con la convicción de los que conocen el futuro y saben que grandes cosas han de llegar. A Julio le gusta que cada quince días Luisa lo tiña y le haga las manos, que Estrella le tire las cartas una vez al mes y que Margarita, su secretaria, una vez por semana lo invite a una cama alquilada por hora. Las cosas a su debido tiempo.

Miguel Ángel es viudo, tiene la nariz levemente torcida hacia la izquierda, una cicatriz debajo de la pera y un bigote con el que podría cepillar los borcegos que no se saca ni siquiera en verano. De cuerpo ancho, pero no muy alto, le gusta arremangarse la camisa caqui y pelerase por cualquier cosa, escupir por la ventanilla de su Taunus y putear en intaliano. Tiene la voz de los que fuman Parisienne hace rato, unas entradas incipientes y un hijo que parece “le salió maricón”. Su pasión son los autos, le gusta comprar coches viejos y restaurarlos en el garage de su casa, es dueño de varias casas de repuestos en la calle Warnes y de una colección de autitos antiguos en miniatura que limpia con un gesto tan delicado que sorprende que provenga de sus manos toscas.

De los Gandini que menos recuerdos tengo es de Alberto, una figura misteriosa que siempre tuvo habilidad para pasar inadvertido entre tanto griterío y desparramo de tanada. Será por eso que de él corrieron las más disparatas habladurías: que se había ganado el PRODE y se fue al exterior para no repartirlo con los otros seis hermanos, que tenía relación con la mafia siciliana, que se había fugado con la mujer del gordo y que … Lo cierto es que nunca más se lo vio por el barrio y cada vez que se lo mencionaba entre el resto de los Gandinis el aire se cortaba con tijera, que nadie contestaba nada y se cambiaba de tema rápido. Hasta que un día no se preguntó más y ya nadie habló de Alberto.

Después estaba Antonio, el actor, había hecho algunas participaciones menores en algunas películas y eso le bastó para conseguir a la chica que quisiera del barrio, para ganarse fama de playboy y vivir, efectivamente, de las mujeres “maduras” durante algún tiempo. Hasta que conoció a Verónica que se lo llevó a México a probar suerte como galán de telenovela y resultó ser la delicia de las tardes de las amas de casa mexicanas. Se quedó ahí hasta la muerte de Justina.

 Mario -Marito- es el séptimo Gandini, nació sietemesino, con siete dedos en el pie izquierdo, “algo nunca visto” dijeron los médicos. El mismo día de su cumpleaños número siete murío Don Víctor, su padre, de un ataque cardíaco que lo dejó tumbado en la mesa con los ojos desorbitados para espanto de todos sus compañeritos. Nunca pudo sobreponerse a la marca del siete, como una cruz que marcó su debilidad de carácter y de salud, como su apego a toda clase de supersticiones y a su madre, la única que no le huía a su presencia. Marito nunca más celebró su aniversario, abandonó la escuela en sexto grado, tenía miedo de que al llegar a séptimo algo terrible ocurriera. Nadie recuerda cuántos años tenía, pero ya era mayor cuando decició amputarse él mismo los dos dedos que le sobraban en un intento de engañar a su mala suerte. Al tiempo, los dos dedos volvieron a crecer: “algo nunca visto”, volvieron a decir los médicos.