jueves, 10 de diciembre de 2009

Los siete Gandini (Primera entrega)

Los siete Gandini llevan el cajón desde el patio de la vieja casona de la calle Ramos Mejía hasta al auto que espera en el frente y denuncia el luto a los vecinos y peatones. Los hijos de Justina conservan la calma, no derramaron ni una sóla lágrima,  desfilan por el angosto pasillo en sus impecables trajes negros y con sus cabezas gachas. Todo ocurre en silencio, sin llantos histéricos,

hasta que Mario rompe la fila y empieza a golpear el ataúd con fuerza, mientras los otros lo contemplan sin sorpresa  y sin resistencia. Se quedan inmóviles sosteniendo esa caja sin vida como si lo de Marito fuese un berrinche que hay que dejar pasar porque si se le dice algo la situación empeorará. Lo miran y callan. Él, sin embargo, parece querer provocarlos, es un desafío a su quietud, a sus impasibles rostros amarillos de velorio.

Mario  se da por vencido y vuelve en silencio a ocupar su lugar. Los siete Gandini esperan que el auto arranque y vuelven a ingresar a la casa, en el mismo orden que salieron: Carlos “El gordo” es el mayor, un ingeniero naval de 54 años, divorciado y sin hijos, (dicen que su excesiva obesidad le impide mantener relaciones sexuales y, justamente por esto, su mujer lo dejó).  Él nunca lo reconoció y cuando se le pregunta por las razones, tira con un guiño: el problema es que a mí me gustan las putas, y larga la risotada. Nadie le cree.

Juan Pedro arrastra medio siglo de culpas, una mujer con pies grandes y tetas chicas, tres hijos varones y un perro salchicha adicto al sexo. No, no es feliz. Nunca siquiera atisbó que algo parecido podría tocarle en esta vida. Sabe que lo suyo es la agónica espera. Sólo cuenta los días y los ingresos y egresos de una pequeña fábrica de botones en Palomar.

Julio César tiene 43 años y dos meses. Es de capricornio. Le gustan los trajes cruzados, los vigilantes con crema pastelera y los mocasines marrones. Está casado con Luisa, una peluquera y tarotista de ojos grandes y cejas pronunciadas. Luisa canta finito mientras le hace el brushing a alguna clienta. El matrimonio no pudo tener hijos, pero la casa no se siente vacía. Las paredes están llenas de platos decorativos, de los trofeos de pelota paleta del diputado Julio, óleos improvisados por la tarotista, cuando pinta, Luisa se hace llamar también Estrella con la convicción de los que conocen el futuro y saben que grandes cosas han de llegar. A Julio le gusta que cada quince días Luisa lo tiña y le haga las manos, que Estrella le tire las cartas una vez al mes y que Margarita, su secretaria, una vez por semana lo invite a una cama alquilada por hora. Las cosas a su debido tiempo.

Miguel Ángel es viudo, tiene la nariz levemente torcida hacia la izquierda, una cicatriz debajo de la pera y un bigote con el que podría cepillar los borcegos que no se saca ni siquiera en verano. De cuerpo ancho, pero no muy alto, le gusta arremangarse la camisa caqui y pelerase por cualquier cosa, escupir por la ventanilla de su Taunus y putear en intaliano. Tiene la voz de los que fuman Parisienne hace rato, unas entradas incipientes y un hijo que parece “le salió maricón”. Su pasión son los autos, le gusta comprar coches viejos y restaurarlos en el garage de su casa, es dueño de varias casas de repuestos en la calle Warnes y de una colección de autitos antiguos en miniatura que limpia con un gesto tan delicado que sorprende que provenga de sus manos toscas.

De los Gandini que menos recuerdos tengo es de Alberto, una figura misteriosa que siempre tuvo habilidad para pasar inadvertido entre tanto griterío y desparramo de tanada. Será por eso que de él corrieron las más disparatas habladurías: que se había ganado el PRODE y se fue al exterior para no repartirlo con los otros seis hermanos, que tenía relación con la mafia siciliana, que se había fugado con la mujer del gordo y que … Lo cierto es que nunca más se lo vio por el barrio y cada vez que se lo mencionaba entre el resto de los Gandinis el aire se cortaba con tijera, que nadie contestaba nada y se cambiaba de tema rápido. Hasta que un día no se preguntó más y ya nadie habló de Alberto.

Después estaba Antonio, el actor, había hecho algunas participaciones menores en algunas películas y eso le bastó para conseguir a la chica que quisiera del barrio, para ganarse fama de playboy y vivir, efectivamente, de las mujeres “maduras” durante algún tiempo. Hasta que conoció a Verónica que se lo llevó a México a probar suerte como galán de telenovela y resultó ser la delicia de las tardes de las amas de casa mexicanas. Se quedó ahí hasta la muerte de Justina.

 Mario -Marito- es el séptimo Gandini, nació sietemesino, con siete dedos en el pie izquierdo, “algo nunca visto” dijeron los médicos. El mismo día de su cumpleaños número siete murío Don Víctor, su padre, de un ataque cardíaco que lo dejó tumbado en la mesa con los ojos desorbitados para espanto de todos sus compañeritos. Nunca pudo sobreponerse a la marca del siete, como una cruz que marcó su debilidad de carácter y de salud, como su apego a toda clase de supersticiones y a su madre, la única que no le huía a su presencia. Marito nunca más celebró su aniversario, abandonó la escuela en sexto grado, tenía miedo de que al llegar a séptimo algo terrible ocurriera. Nadie recuerda cuántos años tenía, pero ya era mayor cuando decició amputarse él mismo los dos dedos que le sobraban en un intento de engañar a su mala suerte. Al tiempo, los dos dedos volvieron a crecer: “algo nunca visto”, volvieron a decir los médicos. 

martes, 3 de noviembre de 2009

Jugando a ser mamá (nota publicada en revista Gurrumin)


Cuando me pidieron que escriba una nota relacionada al día de la madre sabía que me metía en un problema, pero de todos modos acepté. Y creo que algo similar ocurre el día en que decidimos ser madres, conocemos todo lo que se viene, ya lo vimos en alguna parte, y aún cuando sabemos que nos estamos metiendo en un lío de esos grandes, hacia allá vamos… felices, esperanzadas, con certezas y también llenas de dudas y miedos. Y seguramente suene trillado, pero no por eso menos cierto: no existe un manual de instrucciones para ser madre, para eso está lo que llamamos instinto (maternal). La panza empieza a crecer y comenzamos a inquietarnos a pensar en cómo será, “mejor que saque los ojos del padre y por favor ¡mi nariz!”; las listas de nombres, las discusiones en pareja del tipo: “Mirá Federico si voy a cargar con la panza nueve meses y me voy a poner gorda y voy a tener que matarme en el gimnasio para volver a ser algo parecido a lo que fui, si voy a tener que cuidarme en las comidas, no fumar, no tomar alcohol, y sobre todo voy a tener que ¡PARIR! El nombre… lo elijo yo, ¿te quedó claro?” No exagero, estoy citando a una pareja amiga, pero claro, después el parto pasa y una vez que tenemos a nuestro bebé prendido del pecho ya no importa nada, ni los puntos, ni los kilos de más. Todo tiene sentido cuando somos conscientes de que podemos pasar por la maravillosa experiencia de dar vida. Entonces, nos entregamos a ese aprendizaje que se va dando día a día, con cada diente que se asoma, con el primer pasito firme, con los primeros intentos de decir mamá, hasta que sale redondito y claro: MA-MÁ. Ya no nos quedan dudas, estamos en un lío bárbaro, pero tan lindo. Esa mini personita empieza a ser nuestro mundo y comenzamos a orbitar a su alrededor. Sin embargo, cada vez es más difícil ser mamá full time y aunque nos viene toda la culpa junta, se termina la licencia y entendemos que el mundo ahí afuera nos espera, para seguir siendo mujeres, trabajadoras, amigas…

Nos piden que seamos eficientes en el trabajo, las revistas femeninas nos enseñan tips para conservar nuestra vida sexual, no perder el glamour, y las suegras siempre tienen algo que aconsejarnos, porque claro, todo tiempo pasado fue mejor y en su época las cosas se hacían diferente. Nos convertimos en pulpos o malabaristas intentando que no se rompa nada, que todo esté en su lugar y que la cena esté servida a las nueve para no perderte el capítulo de Valientes, eso si lograste que el pequeño monstruito se haya quedado dormido. Y todavía te queda cargar el lavarropas, así mañana antes de irte tendés todo, mientras mirás de reojo a él con cara suplicante para que se de cuenta que le toca lavar los platos. Para ese entonces, lo único que querés es el paraíso prometido: la cama. Con suerte él está tan agotado como vos y se queda dormido con el control (remoto) en la mano. Si no, todo rapidito, nada de juegos, así llegás a dormir seis horas que mañana te espera un día terrible.

Ok, convengamos que no todo es tan trágico y si hay tantos chicos correteando por ahí es porque sabemos que detrás de una rutina extenuante se encuentran los momentos de más dicha en nuestra vida. Como dice Serrat: “A menudo los hijos se nos parecen, y así nos dan la primera satisfacción; ésos que se menean con nuestros gestos, echando mano a cuanto hay a su alrededor. Esos locos bajitos que se incorporan con los ojos abiertos de par en par, sin respeto al horario ni a las costumbres y a los que, por su bien, (dicen) que hay que domesticar”.

Si te sonreíste leyendo estas líneas, entonces tengo algo para decirte:¡Felíz día mamá!

miércoles, 21 de octubre de 2009

Canción sin nombre


Una canción basta, dijiste.

Te miré a los ojos, pero no pude acertar una respuesta. Estaba llena de nada, era uno de esos días en los que me despojo de todo y quedo como un saco sin nadie que lo vista, una presencia intrascendente que queda al abandono de sí misma, una silueta sin sombra que proyectar, un daño menor frente a la inmensidad del ser. Cuando todas las posibilidades se agotan, entonces yo soy yo, apostada frente a tu mirada glacial. No hay plan cuando lo demás desaparece con un chasquido de dedos, cuando logro suprimir las luces del afuera, entonces sólo queda la incómoda sensación de saber que, ante el inevitable fracaso de la existencia, hay un arte que persigo, si es que hay algo del ser que pueda reconstruirse y volver a manchar en una tela nueva hasta alcanzar cierto virtuosismo. Eso podría explicar algo, pero las respuestas suelen ser menos poéticas, la verdad es tan contundente que la elegancia no puede disfrazarla. Entonces, seguramente los hechos, las circunstancias, y yo, sobre todo yo, soy tan sólo un personaje con un mal libreto que busca sortear el ridículo a base de imperfectas improvisaciones.

¿En qué pensás?, dijiste.

En una canción sin nombre, contesté. 

jueves, 1 de octubre de 2009

Paralelos entre el amar y el leer


Esta semana volví a la biblioteca. Una chiquita que no tiene grandes títulos, pero para sosegarme en los largos viajes entre mi casa y el trabajo, basta. Tiene pasillos angostos, mal iluminados y un orden, la palabra no es orden, sino justamente cierto desajuste sobre los criterios de organización, que particularmente me resulta inquietante, en el buen sentido. Hay cierta arbitrariedad en la manera en que los ejemplares están dispuestos que vienen a reforzar ese sentimiento que es el que intento describirle a usted, señor lector, y que llamaré “magnetismo”. Cuando recorro los estantes siempre siento que en algún lugar hay un brillo especial, como si la poca luz y mal dispuesta se concentrara sobre un rincón específico, y más aún sobre un libro en particular, y sólo uno. Aunque no estoy segura de llamarlo brillo, porque esa precisión para clavarse justo en un punto y que me invita a tomar justo el libro que se destaca y no otro, aún cuando ni siquiera conozco al autor, tiene que ser algo más. Hay algo de magnetismo, de romance y cercanía, en ese simple gesto. Deslizo la mirada por la contratapa queriendo encontrar la respuesta, pero al igual que en el amor, no sé exactamente qué me enamoró, después –y sólo después- entra en juego la razón (que trata de ponerle nombre a todo) y comienza el segundo paso en el que reafirmo el sentimiento, y me vuelvo a convencer sobre lo que ya sabía (o al menos sospechaba), y empiezo a deshojar margaritas mentalmente y hago una suerte de lista: “me gusta,  esto no, es así (qué le voy a hacer), tiene esto que me encanta, pero cuando hace esto otro, la mataría”. Con los libros me pasa lo mismo o algo bastante parecido. Dejeme, entonces,  explicarle por qué me animo a asegurar esto y publicarlo para que usted lo lea. Tengo mis razones, ya lo verá.
Cuando tomo un libro (comience a tejer usted los paralelos y sustituya libro, por amante, enamorado u objeto de deseo) se abre un gran interrogante, y comienzo por lo más sencillo, descubrir su nombre, su origen, su apariencia, pero simplemente por no romper con cierta ceremonia o preámbulo, porque –como dije antes- “el magnetismo” ya me llevó hasta el, me ató a el y sé que lo elegí de entre otras miles de posibilidades, sin importar todo lo que quedaba por fuera -eso que abandonaba sin siquiera conocer- porque me había enamorado, entonces no queda lugar para la renuncia, porque simplemente no me importa que hay más allá de las fronteras que delimita su existencia. En esas circunstancias sólo respondo a ese llamado (que otros entenderán como atracción o amor a primera vista) y que para mí seguiría siendo “magnetismo”. Segundo paso: me sumerjo, sin dudas, en ese proceso hermoso que es el enamoramiento, ese descubrir –ahora más profundo- de cada detalle, de cada punto y coma que encierra su existencia, de cada palabra que me dice y, como una marea que me arrastra y arrastra, sólo me dejo llevar hacia sus profundidades, para desentrañar su esencia, eso único que tiene para darme, que de alguna manera inexplicable ya no me dejará ser lo que era, porque con su contacto -en ese abrirme y entregarme a todos sus misterios, a sus verdades, fantasías e ilusiones que teje sin que yo pueda darme cuenta o negarme- movió las piezas y generó una nueva realidad y un nuevo “yo”. Me mimetizo, me convierto en heroína, desterrada, amante, loca, necia, seductora, esquiva, voraz…

Ese mundo nuevo se nos abre como una posibilidad de ser cosas que antes nunca fuimos y que sólo ese libro (siga con el juego de reemplazarlo por amante/amado) logró que seamos. Durante ese proceso, lo que se queda fuera se desvanece, se desdibuja y sólo está ahí sin que pueda afectarme, porque –egoísta o no- mi realidad es otra y se cierne sobre ese otro mundo que se abrió en el momento mismo en que lo elegí. Sólo me quedan restar las horas para comenzar a saborear de antemano el instante del encuentro, en que mis manos se posarán sobre él, en que mis ojos sólo tendrán un objeto de atención, en que mis ojos ávidos de más se vuelvan a perder en ese río que fluye dejando todo atrás, para olvidar lo que era y reencontrarme con lo que soy, para mojarme los pies y enseñarme la belleza que hay en ese paisaje, esas páginas que voy pasando, lentamente, sin querer perderme de nada, sin apresurarme, porque sólo puede haber gozo en ese remanso. El “magnetismo” es absoluto y, más allá de hacia dónde me lleve el camino que emprendí (porque no es el final lo que interesa) sé que valió la pena haber transitado cada una de esas páginas, haberme perdido en cada uno de esos capítulos para reencontrarme luego. Y cuando el final se acerca, porque siempre son inevitables, -permitame usted lector cierta cuota de pesimismo- volvemos a tomar conciencia de que hay otro mundo allá fuera, una biblioteca llena de ejemplares tan adorables como el que acabamos de dejar ir, no sin antes habernos conmovido y vibrado de todas las formas posibles. Y con esto digo que no siempre ese idilio termina como esperaba, y no siempre los finales son felices, a veces ese "magnetismo" cae pesadamente y me deja un gusto amargo, otras siento que me engañaron y que tardé demasiado en darme cuenta, que podría haber dado vuelta la página antes de llegar al caótico final, sólo para evitarme los reproches. Pero (en estos casos siempre existe un pero) soy consciente de que nada de eso puede contra la necesidad de volver a pasar por esa extraña experiencia, en que -como revelación o accidente- la luz se vuelve a posar sobre un libro, siento “el magnetismo” y me vuelvo a entregar dócilmente a sus misterios. Sólo así, se entiende que sigamos amando.

Conversaciones en FB (para romper tanta seriedad)



Celeste González
Ayer a las 17:38 · Eliminar
Soledad Martínez Caneda
Soledad Martínez Caneda
No, vos sos genial!
Ayer a las 17:41
Celeste González
Celeste González
No soy yo, sos vos...
Ayer a las 17:44 · Eliminar
Soledad Martínez Caneda
Soledad Martínez Caneda
Nunca me quedó claro y supongo que vos me vas a explicar un poco.Cuándo te dicen eso... quién termina siendo? ¿De qué lado está la bola?
Ayer a las 17:45
Celeste González
Celeste González
La realidad es que no hay bola. Es sólo una ilusión y el resto de las cosas que giran en torno a la "supuesta", pero inexistente bola, son pura ficción. Me expliqué?
Ayer a las 17:57 · Eliminar
Soledad Martínez Caneda
Soledad Martínez Caneda
Siempre, siempre. Tenés esa forma de explicarme todo como si fuera una nena de 2 que es genial. Tendré el coeficiente de una nena de 2?
Ayer a las 18:09
Celeste González
Ayer a las 18:16 · Eliminar

lunes, 21 de septiembre de 2009

Stay


Las personas pueden clasificarse en dos tipos: las que se quedan y las que no. Tan simple como eso. Hay quienes se quedan para mirar los restos, para asistir al reparto de viejas pertenencias, demasiado viejas, demasiado inútiles para transportarlas. Esos pequeños fragmentos son los que conforman la gran tela de la que está hecha la vida.
Ví como ellos repartían las fotos, desarmaban una casa y cuidadosamente envolvían y guardaban. Ella tenía un gesto casi automático, una pericia particular que denotaba cierta habilidad para comprimirlo todo. En ese momento, supe que no sabría –ni quiero saber- el arte de encerrar todo lo que somos en una caja. ¿Acaso cabe tanta vida? Con las mudanzas volvemos a ser niños jugando con bloques simbólicos: sentimientos, momentos, papeles olvidados (y no tanto). De repente, los recuerdos que considerábamos inherentes a nuestra esencia, esos a los que no renunciaríamos
-por más dolor contendido que haya en ellos-, se convierten en trastos con los que no queremos cargar.
Aquel sinfín de pequeños tesoros se reduce a tres o cuatro detalles a los que nos aferramos para sentir que el tiempo y la gente que pasó por nuestra vida, al menos, dejó algo real (tangible). Y, sin dudas, entendemos que el camino es tan ondulante como el mismo mar: te moja los pies, te muestra la libertad, mundos submarinos nos son revelados, y luego se va, dejando un rastro de sal dibujado en alguna parte.
Pero lo más terribles es comprender que sos de los que se quedan, porque hay pequeños quiebres, falsos intentos de encontrar algo más allá de la bruma, pero el retorno es inevitable. ¿Hay algo de derrota en eso? Creo que no. Una sensibilidad especial, si se quiere, una forma de entender lo lineal que hay detrás del tiempo, un intento de otorgarle otra dimensión (múltiple). El que se queda tiene la desventaja de ver la putrefacción de los restos, la descomposición de un orden establecido de las cosas, una rutina que se fue fijando casi sin querer, porque nadie quiere caer en la trampa de lo repetido, de lo ordinario que hay en el día a día. Pero no es sólo su condición de testigo el que lo ubica en esta contrariada posición, sino la de permanecer, porque la permanencia es lo que otorga cierta unidad en medio de la ruptura, porque ese alguien (que se queda) se vuelve estructura frente a la nada. Y su propio enfrentamiento con el vacío lo vuelve vulnerable, es decir él se vuelve evidencia de la nada o, lo que es lo mismo, de la angustia.

viernes, 18 de septiembre de 2009

Medias bordó


No beses los labios, si no vas a quedarte”, susurró Carla mientras él se quitaba los zapatos. Observó en silencio como él se desprendía de su ropa. Se dejó las medias puestas –pensó- y supo que su visita sería cosa de unos minutos, cuanto mucho unas pocas horas. Desilusionada, se quitó con resignación la blusa, deslizó las medias con cuidado y agitó su larga cabellera, mientras él apuraba el descenso de la pollera por sus largas piernas. Tendida con sus senos desafiantes y la mirada más allá del cuadro, le sonrió sin ganas. Terminó de desnudarlo y de desnudarse, sin dejar de contemplar la escena como si ella no estuviera ahí, no formara parte del engaño. Se sintió una flor consumiéndose y nada más. No pudo conectarse con las manos hambrientas de su amante, ni con la lengua que, impetuosa, irrumpía en su cuerpo para abrirse paso sin pedir permiso. Las medias bordó concentraron toda su atención y emitió un tibio quejido, una gota de dolor que se le escapaba y la traicionaba. Pero no dijo nada, no hacía falta, porque no podía evitar el caos, todo tenía que terminar, romperse -de algún modo- para poder cortar con ese lazo que, como un péndulo, oscilaba entre la muerte lenta, la culpa y vestigios de un amor a primera vista. De eso sólo quedaba el recuerdo, dos extraños que se cruzan en una estación de tren, miradas que van y vienen y un café. Ahora eso parecía distante y muy cercano al abismo, a un relamerse en ese sentimiento enfermizo de atracción, resignación y dolor.

Afuera el sol caía entre naranjas y cielos, dos copas vacías encendieron el último fuego ¿sería ésta la despedida? Tantas veces se lo habían prometido, justificaban sus encuentros aún sin necesidad, se mentían y aunque ya no era suficiente para tapar tanta suciedad, seguían recreando la farsa.

Su hundió en la profundidad del olvido, entregó sus alas a otros vuelos y la renuncia se hizo piel. “La soledad es la única verdad”, sus pensamientos se hicieron palabras y ya no pudo seguir.

viernes, 4 de septiembre de 2009

Traje azul

Martín cierra la pesada puerta de Matienzo al 1700 con cierta torpeza, en la otra mano carga un manuscrito, el último de su producción, el más decente pero aún insuficiente para recuperar su título de joven revelación. Anoche cuando su madre le preguntó por teléfono si estaba conforme, después de un largo silencio se animó a decir que “a este le tenía fe”, pero sabía que (se) mentía.

Esa mañana no pudo desayunar, el primer sorbo de café le produjo una arcada, dejó la taza sobre la pila de platos sucios, y fue hasta el baño para cepillarse nuevamente los dientes con exagerado énfasis, al ver sangrar sus encías se detuvo y escupió una vez. Repasó su presentación y los argumentos que esgrimiría si la respuesta inmediata era un no, porque, a decir verdad, sabía que las probabilidades de aceptación eran ínfimas. Sin embargo, eso no lo inquietaba tanto como volver a verlo a él. Sabía que escribir  otro best seller sólo se trataba de un golpe de suerte y no podía confiarse que le pasara dos veces en la misma vida, ahora estaba en deuda con la editorial y hasta que no les diera “material publicable” la sombra del gordo Vespa lo acosaría todas las noches.

Son las diez y se supone que en media hora Martín tiene que estar en pleno centro, mira el reloj incesantemente, agita su muñeca y la aguja sigue clavada en el mismo lugar, al igual que él que no puede abandonar el sillón de la sala. Tiene miedo de salir a la calle, -acaba de darse cuenta- no quiere ver gente, no quiere que el sol golpee sobre su traje azul, tampoco sentir las primeras gotas de sudor corriendo por la espalda y el frío helado cuando, por fin, se abra la puerta de la oficina del gordo.  Se niega a tragar saliva y en silencio soportar la ironía medio pelo de Vespa, esa mueca de desprecio acusándolo del otro lado del escritorio. Cuando comenzaba a formarse una imagen más certera de la escena que le esperaba, contuvo el aliento, se aflojó la corbata y encendió la tele, quiso –pero no pudo- evitar la visión del cuerpo flácido y peludo de V desbordando por la camisa y los pantalones caídos, el mismo esfuerzo por apartarla no hizo más que hacerla completamente nítida y persistente, inundando todos sus pensamientos.

Vomitó sobre su traje azul y lloró.

El celular comenzó a vibrar sobre el vidrio de la mesa y se impuso sobre su silenciosa queja, no le hacía falta mirar -sabía que era el gordo-, pero revisó el nombre sólo para saber que no se equivocaba. Lo dejó sonar. Una vez en el baño se metió en la ducha –con el traje puesto- y soltó una risa histérica. No sabe cuánto pasó desde que las primeras gotas golpearon su cara, pero supo que era tiempo de salir.

Se sacó la ropa y se cubrió con la toalla. El traje quedó abandonado, destilando tinte azul sobre el blanco de la bañera. “Berreta”, -murmuró-, descalzo y con absoluta despreocupación caminó sobre el parquet hasta el estudio, buscó el disco de The Smiths y clavó la púa con precisión para escuchar “How soon is now”, un sentimiento bastante parecido a la euforia –si es que eso no podía ser otra cosa- comenzó a circular por su cuerpo. Se vistió sin prestar demasiada atención, al azar tomó una remera y se puso los mismos jeans que había usado ayer (y el resto de la semana). Tomó el manuscrito, encendió un Marlboro y esperó el ascensor. Subió a la terraza del edificio, contempló la vista, sintió el aire en su cara, apagó el pucho y lo tiró para verlo caer, seguir su trayectoria hasta tocar las veredas y convertirse en un puntito naranja. Tan distante como el miedo. Separó el manuscrito y dejó que el ronroneo del viento se lleve las páginas súbitamente, que las aleje de él, pero sobre todo que se vuelvan inalcanzables para el gordo Vespa.

El celular volvió a sonar en la mesa de vidrio –“Estoy en camino, llegó en media hora”-respondió Martín. Se ajustó la corbata, emprolijó la pila de hojas y cerró la puerta. 

miércoles, 2 de septiembre de 2009

En primera persona

Nací el 1 de mayo de 1979. Un viejo almanaque dice en su reverso que los taurinos se caracterizan por su perseverancia, fidelidad y facilidad para los negocios y las finanzas. Sólo me atrevería a confirmar las dos primeras premisas. Soy la mayor de tres hermanas y mis padres están felizmente divorciados. Los momentos más significativos de mi vida pueden resumirse en los siguientes: A los ocho años viaje por primera vez en avión (y con varicela), tres años después me darían mi primer e inocente beso. Una semana antes de irme de viaje de egresados de quinto año conocí la identidad de mi padre biológico, luego (no voy a dar muchas pistas) perdería mi virginidad con Montoto (y no es un seudónimo, a veces la realidad puede superar cualquier ficción). Más tarde me enamoré, dejé de fumar, engordé, volví a fumar y estoy en proceso de bajar los kilitos que aumenté (queda supeditado a una futura edición). 
No me gusta usar vestidos, paraguas ni tacos altos. Las iglesias me dan tristeza y siempre lloro en los casamientos. Odio los domingos (si me toca quedarme sola en casa) y las cenas de nochebuena. Colecciono frases de personas célebres y de otras que no lo son tanto. Tengo una cajita en donde guardo cartas viejas, fotos y entradas de recitales. Prefiero escribir en cuadernos cuadriculados de tapa dura y ordeno los Cd's y libros alfabéticamente (recuerden que dije que era de Tauro). A pesar de los muchos años de terapia, todavía me da vértigo cumplir años y pensar en el paso del tiempo. Tengo una medalla que dice que salí primera en una carrera de atletismo en 1990, un diploma de la Universidad de Buenos Aires que certifica que completé la licenciatura en Ciencias Políticas, un pergamino dice que egresé de TEA en 2006 y un carné del Club Atlético River Plate con la cuota vencida. En mi cartera nunca faltan clips para el pelo, cinta scotch y una toallita femenina. Trabajé como mesera, en la boletería de un cine, de recepcionista y ahora dirijo una revista teen, aunque de chica siempre quise trabajar en la NASA, sólo para poder caminar sobre la luna. Nunca estuve afiliada a ningún partido político, aunque mi abuelo está convencido que "le salí zurdita". Hace rato abandoné la pelea, él es peronista, pero vota a Michetti (¿?). Sufrí fracturas en el dedo chiquito del pie derecho, también en el índice, anular y medio de la mano izquierda. Me rompí la cabeza y tuve un neumo-tórax. No en ese orden ni por la misma causa. Además, de esas marcas involuntarias elegí tatuarme otras y, como casi todos, cargo con otras imperceptibles producto del desencanto y otros males. 
Todo lo que vean en Room 1979 tiene dos caras, la del artificio y la auto-referencia de un inconsciente que se me escapa entre los dedos y que sólo intenta sublimar. 
Palabras
Vacío
Significado
Interpretación
... 

viernes, 28 de agosto de 2009

Visceral


Las horas se acumulaban en un cenicero de arena gris. Sentada a la espera de mi misma, comía de mi cuerpo, con esa aparente despreocupación de quien se tiende en la playa al abrigo del sol.

Imitaba tus gestos al poseerme, al someterme a ese juego animal en donde me desmenuzabas pacientemente hasta encontrar la astilla que habías olvidado.

Luego tu lengua enjugaba mi sangre de tu boca, bebías de mi hasta dejarme vacía, padeciendo la ausencia en una agonía de noches (cicatrices y perlas). Después, sólo eras una sombra riéndote de la vigilia inútil a la que me esclavizabas. Sin más, cortabas ese cordón que tejías en tus ratos insomnes y me dejabas en la misma soledad que compartíamos frente al espejo.

Te perdías en la oscuridad de ese mundo de soles rojos y tiempos muertos, detrás tuyo iba juntando los restos de aquel ritual, (una balada triste) y un llanto aguando la salina. Te preparabas para tu escena predilecta: juntabas tus manos y me untabas con esa pasta espesa y cubrías así las huellas de tu paso, el rostro se desvanecía y te llevabas algo distinto cada vez, dejando incompletas formas a la orilla de ese mar inmenso y solitario tan parecido al abismo.

La noche se llenaba de extrañas visitas, toda clase de demonios rondaban agitados, hambrientos. Se colaban en mí y me entregaba a esa batalla que renovaba el deseo, poseída como estaba, los límites se volvían imprecisos.

Mi cuerpo ya no era mi cuerpo, no lo sentía mi cuerpo, obedecía a otras fuerzas, los labios cerraban sus puertas y se iban, en busca de los tuyos, y así me hallaba sin mí, viéndome partir cada día.

Totalmente desarmada frente al dios que adoro y vestida sólo por llanto me arrojo a sus brazos. Vuelvo, inevitablemente, atada a la necesidad de sentir su piel y sus manos invadiéndome.


jueves, 27 de agosto de 2009

Ella duerme


¿Dónde estás? Cuando el cielo como un manto azul te envuelve y encuentra un lugar para vos junto a la estrella más brillante.

¿Dónde estoy? Cuando en la soledad de la noche me dejas expectante aferrada a tu ausencia.

Ella duerme y yo la contemplo, le robo ese instante sin que lo note, preservando la desnudez más íntima, esa que la deja indefensa ante la mirada invasora que intenta arracarle parte de su juego somñoliento, sus ojos cerrados como dos persianas blindadas me niegan la entrada a ese mundo interior en el que navega -perdida entre tinta china y carbonilla- dibujando en las sábanas los sueños que se le escapan durante el día. La abrazo sin dañar esa inocencia crepuscular que la circunda, ajena como estoy a esa realidad que teje apasiblemente, entre ronroneos y sonrisas, e intento aferrarme a su cuerpo, el único testigo de sus estremicimientos y el culpable de los míos.

Recalo en su boca, desafiante fruto maduro que invita al delirio, la moldeo a la mía, la aprisiono entre mis labios y la dejo escapar, para volver a iniciar el ritual una y otra vez hasta beberlo todo, y aún así, nunca es suficiente. Anhelante y con los sentidos perturbados por su belleza sostengo esa vigilia que me esclaviza y de la que, sin embargo, no pretendo escapar.  

miércoles, 26 de agosto de 2009

Berlín en bicicleta


En Berlín la gente anda en bicicletas que tienen etiquetas con nombre de otros. Lu me contó que quería empezar a conocer la ciudad, meterse por cada una de sus calles para sentir y hacerse de ese lugar. Necesitaba que no le resulte tan extraño, que las calles no le parecieran nuevas a cada paso, porque así recordaría en todas las esquinas que no está acá, sino allá, y entonces vendría el llanto y todo lo demás. Pensó en bicicletas, en una rosa, o tal vez verde, el verde le iría bien. Fue sencillo encontrar una bici, al parecer hay un mercado negro en el que circulan una variedad de modelos, tamaños y colores, una "mafia turca" de bicicletas. Tardó dos días en caer en que la suya perteneció a una tal Marianne. Imagino a Marianne buscando con la mirada la bici apostada en el lugar de costumbre, alguna puteada en alemán, que por ser en alemán debe sonar mucho más a puteada, y después seguiría una búsqueda silenciosa por las calles, intentaría reconocer las marcas personales, un raspón acá y el rastro de la etiqueta mal puesta. Lu sin embargo olvidó pronto a Marianne, la bici ahora era tan suya como Berlín. Había aprendido a distinguir algunos barrios y sabía que tenía que cuidar su bici de los turcos, al menos ya era algo. Después había cuestiones menores, aparentemente no interpretaba muy bien los códigos de los "bici-colegas", para ser fiel al término que empleó ella y que me sigue causando gracia, hay indicaciones precisas, señas para detenerse y ese tipo de cosas. Tal vez un repentino freno para observar en detalle un edificio, un monumento o una catedral. Otras, por un motivos menos evitable y totalmente necesario, aunque el resto de los colegas no lo entendiera, un bici conductor con anteojos en un día de lluvia debe detenerse para limpiar los vidrios al menos cada dos cuadras y luego seguir y así hasta el final del recorrido.

martes, 25 de agosto de 2009

LABIAL 34


Silvia está terminando de maquillarse. Ya tiene puesto el vestido con flores que le queda tan bien.  Ese que sabe que a él le gustaba. Tiene unas flores rojas sobre un fondo negro, un escote que muestra más de lo que insinua y un tajo que se abre sobre su pierna derecha.  Silvia piensa que ya no saldría a la calle con ese vestido, pero para esperarlo a él, no puede ser otro. Tiene esa corazonada. Cuando él entre, se mostrará despreocupada, ya lo decidió. No dirá nada de lo que suele decirle, su boca sólo será prisionera de ese lápiz labial Nº 34, rojo pasión, que a su marido -ex marido- tanto le inquietaba. No se llenará de reproches, esos quedarán encerrados entre sus otros labios, esos que ya no quiere necesitar.
Silvia canturrea algo,  parece un bolero, pero no de los tristes. Ella quiere su final feliz. Mientras termina de borrar las marcas del llanto de la noche anterior, piensa en cómo sería besarlo de nuevo, pero con la mano que sostiene el algodón borra esa imagen, mejor no adelantarse.  Silvia se siente orgullosa por el trabjo que hizo, se le nota en el escote. 
Sale del baño y va hacia su cuarto, con la palma de la mano extiende las arrugas de la cama y se sienta en la punta más cercana a la puerta a esperar(lo). 

Carlos se quedó dormido y está de mal humor.  Apaga rabiosamente la radio, prefiere manejar en silencio hasta su casa, la que era su casa, la casa de sus hijos. Qué difícil le resultaba acostumbrarse a nombrar las cosas de un modo que hace 18 años atrás le hubiera resultado inconcebible. Carlos sabe que tendrá que tolerar los reproches de su mujer -ex mujer-,  y a eso sumarle una cuota extra de gritos por haber llegado tarde a buscar a los mellizos.  Preferiría no tener que pasar por “eso” justo en su día de descanso. Le gustaría, en cambio, levantarse con un rico desayuno en la cama, leer el diario hasta perder la noción del tiempo y luego salir a caminar por el río. Carlos está a una cuadra de “eso” que no quiere, por eso prefiere desviarse hasta el kiosco en un intento de postergar unos minutos el encuentro con ella. 

Estaciona y a Silvia, que mira impaciente por la ventana, le empieza a latir el corazón desbocadamente. 

Toca el timbre y los mellizos, Maxi y Nico, se pelean por abrir la puerta.  La riña termina cuando Nico se golpea con el marco de la puerta y va corriendo hacia su madre mientras señala con el dedo de la venganza a su hermano. Maxi, triunfante, se le cuelga a Carlos y le estampa en su chomba blanca la marca de sus zapatillas. Silvia no puede evitar la carcajada, Carlos se da cuenta de que hace mucho que no ve reír a su mujer -ex mujer-.

 -¿Querés café?

-Bueno, si no estás apurada. 

-No estoy apurada. ¿Por qué lo decís?

-Me pareció. Bah, en realidad pensé que salías porque te pusiste ese vestido.

-Ah, sí,  pero no voy a ningún lado. No todavía.

-Bueno, como quieras, porque mirá que te puedo alcanzar con el auto.

-No hace falta. 

 Le entregó la taza y se aseguró de rozar sus manos con las de su marido. Él levantó la vista e inmeditamente se sumergió en ese mar negro que ella le ofrecía.

Carlos no sabía qué hacer, no estaba preparado para la Silvia de escote y flores rojas.

Ella tampoco pudo sostener por mucho tiempo las promesas que se hizo en el baño cuando todavía canturreaba un bolero.

 -Todavía no entiendo por qué te fuiste.

 Cuando el reproche tiñó sus labios Nº 34, se arrepintió y, sin darse cuenta, ella también se sumergió en un mar negro, sólo que otro distinto al de Carlos.

 -A mí me gustaría poder entenderte, no es que quiera que me sigas dando explicaciones, pero es que … No entiendo. Sé que teníamos problemas, claro, como todo el mundo, no nos olvidemos de que tenemos 18 años de matrimonio, cuatro de novios. Y después vinieron los mellizos y capaz yo sé que no fui tan mujer como madre, pero los chicos me demandan mucho y necesitan atención todo el tiempo. Me costó darme cuenta de que me la paso corriendo detrás de ellos, limpiando y quejándome por esto y lo otro, hasta que...

La casa ya no es lo mismo y los nenes te extrañan tanto y yo… quiero saber por qué no hay vuelta atrás…porque en terapia avancé mucho y siento que las cosas pueden ser de otra manera. Pero vos también hiciste lo tuyo, porque cuando no era una cosa, era la otra. Yo puedo asumir mis culpas, pero … No, dejá, no me digas nada, ya sé lo que me vas a decir, si siempre me decís lo mismo, pero es que si tuvieras otra, si tuvieras otra capaz podría lidiar con eso. ¿Tenés otra? No, dejá, no quiero saber eso, ¿para qué? Si vos me dijiste que no hay otra yo te creo, pero es que no entiendo, porque esto así… Es la nada, es la muerte más triste, porque soy yo la que vaga por la casa como un fantasma. No sos vos, no son los recuerdos que están en cada rincón. Ojalá fuera sólo eso , porque eso puedo reducirlo a cenizas. En cambio yo…

 Silvia se sentó con las piernas cruzadas y el tajo del vestido delineó su pierna derecha. La mano de Carlos comenzó a bailar en ocho sobre la tela, pero no pudo completar la trayectoria. Dejó caer su cabeza de perro en el regazo de Silvia. Ella lo acarició lentamente. Permanecieron en silencio algunos minutos.

 -Vos no tenés la culpa.

-Eso ya lo sé,  pero no me saca de este lugar. Siempre creí que vos me podías rescatar. Esta mañana me desperté convencida, pero me acabás de sacar esa esperanza.

 Lloran. Silvia de espaldas a la puerta, recostada sobre la bacha de la cocina, como si pudiera encauzar allí ese mar negro vuelto en llanto. Él se refugia en sus  manos y se permite llorar como una mujer.

Carlos apura otro sorbo de café.

 -La esperanza no es algo que yo te pueda quitar. Me estás sobrestimando, casi como siempre.

-No te pongas puntilloso. Eso dejalo para tus alumnitos.

-¿Alumnitos? ¿Qué tienen que ver?

-Si vas a seguir con este juego…

-¿Qué?

-No me interesa hablar.

-No fui quien empezó.

-No, si a vos te encanta terminar con las cosas, aunque no, es peor aún, porque no tenés los huevos para llegar hasta el final. Te quedás a mitad de camino. Sos profesor universitario porque no tuviste agallas para ser escritor y ahora te la venís a dar de no sé qué… ¿Qué mierda necesitás? Ni siquiera eso sabés, o probablemente lo sepas, pero no te animás, como tampoco podés  decirme la verdad. Sos un cagón, porque las excusas que me diste… ¿Vos te pensás que eso me alcanza?

-Silvia, bajá la voz por favor, los nenes…

-Los nenes… Ahora te venís a preocupar por los nenes, porque no pensaste antes en “los nenes”. Estoy harta de sentir pena por mí, estoy harta de tratar de entender, estoy harta de esperar que todo vuelva, de algún modo, a su lugar. Estoy harta de justificarte, de llorar y de no poder seguir adelante. Necesito saber por qué mierda te fuiste y qué es eso que tanto estás buscando. A ver… contame, ¿qué se te perdió? ¿eh? Ahora a los 40 se te viene a dar por buscarte, ¿qué? a ver… decime, ¿qué vas a encontrar ahora? A una pendeja de 20, eso vas a encontrar.  ¿Qué pasó? Te enamoraste de una estudiante con las tetas más lindas que yo. Qué estúpida y yo me pongo… Te juro que pensé que… No sé, la tonta idea de que algo te provocara. Todo porque me levanté cantando ese bolero y lo tomé como una señal. ¡Qué ridícula!

-No es ridículo. Siempre nos gustó creer en esos indicios, y sigo creyendo que hay ciertos cosas que uno no maneja y hablan de una sincronicidad, de esa magia que envuelve las situaciones cotidianas. Para vos fue ese bolero, para mí fue el despertador que nunca escuché. Sabía que esta mañana iba a ser diferente. Y mirá., pasaste de la súplica al desafío, el vestido, el café… Todo porque me quedé dormido. 

-No me vas a decir nada.

-¿De qué?

-De lo que te pasó, de lo que te pasa, de lo que querés.

-¿Querés herirme? Yo no quiero.

-¿Y con eso qué?

 Carlos se acerca a la mesada, apoya la taza vacía y besa a su mujer -ex mujer-, mientras acaricia la tela del vestido, y sale de la cocina con los labios sellados por el labial Nº 34, rojo pasión.

Carlos no se lleva a los mellizos. Tampoco se sube a su auto. Carlos inicia su caminata hacia el río. 

  

 

 

 

 

viernes, 21 de agosto de 2009

Terapia II


Llegó cinco minutos antes de su horario. Esperó en la entrada del edificio sin tocar el timbre, encendió el primer cigarrillo del día y repasó mentalmente los acontecimientos relevantes de la semana pero no encontró ninguno que justificara especial atención. No le gustaba entrar al consultorio sin saber de que iba a hablar. El silencio la ponía incómoda. Prefería tener un tema en mente antes de sentarse en el sillón verde. Hoy no se le ocurría nada. Apagó el cigarrillo y miró la hora, faltaban dos minutos para las nueve, la noche estaba pegajosa y lenta.
Tocó el timbre con impaciencia y aguardó. La misma mujer de unos cuarenta y tantos años bajó con la llave de Marta, le abrió la puerta y se la entregó, apenas intercambiaron palabras.
Ese simple ritual de pasarse la llave siempre le había parecido significativo. Un paciente le pasaba, "transfería", la llave de acceso. Inmediatamente pensó hacia donde la transportaba ese pequeño ascensor, se miró en el espejo tratando de ver que impresión causaría, luciría desequilibrada, preocupada, confundida, perturbada, acaso triste. Contempló una vez más la imagen que le devolvía el espejo y pensó que se veía bastante bien y, aunque no podía negar que experimentaba todos esos sentimientos, lograba cierta neutralidad en su expresión.
En cambio a la mujer de los cuarenta y tantos años se le notaba. Un divorcio reciente, la misma soledad de siempre, tenía que ser eso y no otra cosa. Su ojo clínico le decía que no podían ser otros los motivos que la llevaban a lo de Marta cada viernes cuarenta minutos antes de que ella llegara.
Pensó si la mujer, pongamos que se llama Silvia, vería a través de ella. La tranquilizó el espejo y su apariencia de normalidad. Nunca había llorado en sesión, tampoco había llegado nunca en plena crisis, siempre ocurrían antes o después, pero nunca, nunca cercana a su visita al consultorio.
Es cierto que ella la veía, a Silvia ,cuando salía de terapia y eso era bien distinto a entrar.
Entonces agradeció ser la última paciente de Marta, sin intercambio de llaves posterior a su sesión, sin terceros que jugaran a adivinar las razones que la arrastraban hasta allí.
Abrió la puerta del ascensor y golpeó en el departamento D. Escuchó del otro lado un incesante ir y venir, se imaginó a Marta acomodando el consultorio, vaciando el cenicero que llenaba Silvia y estirando la funda del sillón.
Esperó en el pasillo, afuera, fuera de sí, porque entrar -en algún punto- implicaba sumergirse, nadar en las aguas de ese mundo tan celeste. Tal vez por cuarenta breves minutos en siete largos días entreabría la ventana y se dejaba entrar. Por cuarenta minutos -una vez a la semana- se producía el encuentro.

jueves, 20 de agosto de 2009

Terapia I



¿Qué puertas se abren cuando uno se recuesta en el diván, apoya la cabeza y simplemente se abandona en sus pensamientos?
No lo sabía y por eso se sometía dócilmente. La sola idea de detenerse a pensar en eso podría acabar con su consulta. A ella le gusta pensar que ir a terapia es como nadar en una pileta que no conoce. "Te zambullís y no sabés cuán profundo podés llegar, sólo te preocupás por mantenerte a flote. Te aferrás a algo, no importa qué, mientras te mantenga a salvo"… Y manteniéndose a salvo, saboteaba hasta su propio inconsciente. Negándolo, se negaba. ¿Cómo pretendía que Poli no la negase si ella misma lo hacía? Por qué reclamaba lo que no podía dar.
Resuelta a no jugarle una mala pasada a su "yo", llegó, con la puntualidad de siempre, faltando cinco minutos para las nueve y sin tener la menor idea sobre lo que iba a hablar.
Mientras subió los siete pisos se ocupó de arreglar su peinado sin acomodar las ideas. Pensando en que, esta vez, no debía pensar en nada.
Marta le abrió la puerta, ella dejó la llave sobre la mesa de la recepción y pasó al pequeño y caluroso cuarto que oficiaba de consultorio. Miró el diván de reojo, por primera vez se sintió tentada, pero desistió. Esperó que Marta tomara su cuaderno y entonces largó un "No sé". Por primera vez se encontraba ante la escrutadora mirada de Sigmund con la guardia baja. Era presa fácil. Tres pequeñas figuras se proyectaban como sombras en una pared: el superyo y el ello se batían a duelo mientras el yo se tapaba los ojos con denotada y oscura pasividad. La voz de Marta la devolvió al caluroso cuarto, el agónico ventilador se sacudía con la misma monotonía y sin provocar efecto alguno, imitando el incesante y silencioso movimiento de las agujas del reloj, que marca que tan sólo pasaron cinco minutos desde que entró al consultorio.
¿Qué cosa no sabés?, insistió Marta. Nada. A esa altura sentía que todo lo que alguna vez le había dado cierta seguridad se había derrumbado. No tenía idea de nada. Se dio cuenta que había permanecido los últimos años en stand by.
Ahora que Poli había dejado de ser "el tema conflictivo", cayó en la cuenta de que todo había girado en torno de su ex. El árbol había tapado el bosque. Los pequeños enredos domésticos le permitieron postergar su propia búsqueda. Se había mantenido a salvo aferrándose a una relación que tenía más de escape que de encuentro. "Suddenly I see", se dijo, pero calló.
Es que ahora entendía que el encuentro tenía más de escape que de encuentro. Encontrarse tenía que ser otra cosa. Tenía que asumir dos cosas, que tenía 27 años, y una tremenda crisis de identidad la mantenía atrapada en la más absoluta soledad, casi de claustro.
¿Terminamos por hoy?
Se incorporó, tomó su cartera y pagó la sesión.

miércoles, 19 de agosto de 2009

Comfortably numb (segunda entrega)


Ese día se había levantado más temprano que de costumbre, algo agitada, como si un mal sueño la obligara a ponerse de pie. Así lo hizo. Se puso el desaville en silencio para no despertarlo, lentamente recogió cada una de las prendas de las que se despojó la noche anterior. Fue hasta al baño y se dejó caer en la bañera, con la lluvia de la ducha golpeándole en la espalda. Lloró. Espantó los fantasmas de la noche anterior con una mano y con la otra se frotó con fuerza cada centímetro de su piel como su pudiera lavar invisibles heridas.
No recordaba haber llorado frente a ellos, siempre se contenía para no lastimarlo a él, pero sabía que su hijo intuía sus padecimientos, sabía leerla, tenía ese don que lo hacía tan diferente a su padre y tan semejante a ella. Cómplices silenciosos, eso eran. Se dispuso a salir del baño, vestida, peinada, sin rastros de debilidad. Atrás ni para tomar impulso, se decía. Esas palabras signaban sus días y, sin querer, las había cargado en la espalda de lo único que hubiese querido preservar de un mandato familiar tan absurdo como frustrante.
Se había criado entre mujeres a la sombra, de esas que la vida matrimonial termina por domesticar, que siguen su marcha sin mirar lo que se queda en el camino. Ella aprendió bien y esa fue su condena, que aún cumplía.
Retazos del sueño irrumpieron el diálogo interno, el inconsciente le hablaba y se prestó a escuchar ese susurro impertinente mientras preparaba el café y terminaba de despejar la mesada.
Seguía con la misma sensación que la obligó a abandonar la cama, no encontró qué hacer, todo estaba ordenado, repasó los estantes y se detuvo en la harina, cuántas angustias había amasado, apaleado y transformado en algo dulce.
Cerca de las diez, al chirrido del viejo lavarropa se le sumó un solo de piano de ¿Chopin?, nunca tuvo oído musical, a pesar de los vanos intentos de su hijo por acercarla a ese mundo tan suyo. La mañana se tornaba aún más rara, un escalofrío le recorrió la espalda y el miedo se instaló en su pecho. ¿Qué hacía Joaquín despierto tan temprano? Por un momento pensó que eran compañeros hasta en los sueños, que los acusiaban los mismos fantasmas, esos que se paseaban noche tras noche en su frío dormitorio y jugaban partidas insomnes sobre su cama.
Se lavó rapidamente las manos, que luego se secó en el desteñido delantal, y con su caminar de pasitos apretados y silenciosos pegó la oreja a la puerta del cuarto de su hijo. Dentro, un incesante ir y venir, ruido a papeles en movimiento, cajones que se abrían y cerraban bruscamente conformaban una orquesta despareja que acompañaba a la altisonante melodía. Un subidón la arrebató y la hizo incorporar, como si una descarga eléctrica la hubiese despegado de la puerta, algo se estaba gestando allí y no podía ser bueno. "No, no, no", dijo y se alarmó de tan sólo escucharse.
El aroma a vainilla pronto inundó el corredor y la devolvió a los quehaceres domésticos. Tendió el mantel y sirvió la mesa para el desayuno, ésta vez sumó una taza más. Se sentó a esperar.

martes, 18 de agosto de 2009

Comfortably numb


Los años son sanatas porque si no tenés los discos no te liberás, escupió sin entender que quiso decir pero con la certeza de que esas serían sus últimas palabras. Miró a su madre sentada en la cocina, con las manos apretadas sobre la falda y el desconcierto afincado en cada una de sus arrugas.
Su pacífica espera lo conmovió, en cambio el viejo no daba señales, con él siempre había sido más difícil, la misma mueca fruncida para todos los momentos. Tal vez eso era más verdadero que cambiar de máscara según la ocasión, pero a él le jodía. Le jodía la indiferencia de todos estos años, ¿sería feliz su madre? Jamás había observado un gesto cariñoso hacia esa mujer dulce y cándida, sentía una enorme culpa, sabía que la estaba sumiendo en la más oscura soledad, que al condenarse, la condenaba. No encontró otra forma.
Echó otra mirada a la cocina: los frasquitos prolijamente alineados, la canasta con los esconcitos caseros, el aroma del café fresco y la frase agitada por el agónico ventilador que lo seguía cubriendo todo.
Si pudiera decir algo más, disculparse o explicarse, pero reencontrarse con las palabras a esta altura le parecía imposible, se enredaría en tratar de hacerle entender que ella lo había hecho bien, que estaba agradecido por su sacrificio y que lo poco o mucho hombre que era se lo debía por completo a sus manos laburantes, a sus consejos tejidos en hilos de colores y a los parches zurcidos cariñosamente para que no se reabriera la herida.
Si supiera que lo mismo que lo obligaba a callar eran sus palabras: "Atrás ni para tomar impulso", le repetía siempre. Sería eso lo que la había retenido todos estos años en esa vida de manteles a cuadros y siesta obligada para que el tiempo no pese tanto. La fortaleza estaba marcada por permanecer, irse hubiera sido fácil pero huir era retroceder y ella no entendía de eso.
¿Cuándo había renunciado a sus sueños?, ¿En qué momento había dejado de luchar?, ¿Cuándo se extinguió el anhelo de quinceañera con vestido de novia, marido y casa propia? ¿Conocería ella otra cara de aquel hombre parco, lo habrá visto intercambiar máscaras de días de fiesta y amores adolescentes, con la de marido respetuoso y padre responsable? Aquel hombre de mirada cansina y labios finitos seguía siendo el misterio que signaba sus días.
Cuando los ojos de su madre lo tocaron supo que era tiempo, arrastró su cuerpo hasta la pieza, se detuvo unos instantes, miró sobre su hombro, vio su recortada figura derrumbada sobre la mesa. Atrás ni para tomar impulso, se repitió y cerró la puerta.
Bajó la persiana, miró hacia la cama deshecha, cualquiera podría adivinar su cuerpo, procuró tender las sábanas y tapar esa sombra que lo perturbaba. Se sentó a contemplar los fragmentos de sí, la colección de autitos que heredó de su primo, los libros que lo alejaron de la absurda cotidianeidad, del hastío que le provocaba ser parte de ese mundo. Siempre se había sentido afuera, ajeno, lidiando entre dos realidades caprichosas e incómodas.
Se sentó en el suelo, mientras encendía un cigarrillo se puso a revolver los discos, apartó uno que puso cuidadosamente sobre la bandeja, apoyó la púa y lo dejó correr. Se recostó en el piso, pegándose a los parlantes como cuando era chico, cerró los ojos y abrazó la música, "Comfortably numb" se le metía hondo, tan hondo como la última pitada de ese Marlboro, sacó el humo con fuerza, como si lograra ahuyentar todo lo que lo retenía en ese cuadro imperfecto.
Cerró los ojos y escuchó el susurro de Waters: "Is anybody in there …?
¿Habría alguien ahí? No lo sabía, pero se dispuso a averiguarlo.

viernes, 14 de agosto de 2009

La espera


Podría ser un perro, un boleto viejo a París, la estampita en la billetera, cualquier cosa menos amor. Una mujer, sin importar su nombre, siempre espera, sentada junto a la ventana, en una cama deshecha, en las páginas de un libro leído hasta el hartazgo o mirando el río seguir y seguir.  Mientras tanto, todo puede cambiar. La noche puede ser la reina negra que se acerca silenciosa hasta jaquearla, pero ella seguirá inmutable con el anhelo apretando su cuello. No tiene tiempo, son ojos que se pierden en el punto en donde el mar se junta con el cielo. Ella sigue suspendida sin notar la caída libre al vacío. Puede parecer pacífica y hasta dócil su espera, pero no, esa es solo una imagen. Se deshace por dentro, bucea en una búsqueda desesperada de razones, lamentos y rezos, para seguir aún cuando ya olvidó las razones. Es una guerrera de agujas que tejen sueños de hilos invisibles. El vestido largo sin arrugarse, sus dedos como bocados frescos hurgan en la memoria. Se puede amar dos cosas al mismo tiempo -pregunta él- tal vez si, tal vez haya una forma particular de amor destinada a cada quien -le dice-. Ella piensa que todo es una gran pérdida de tiempo, para qué preguntar, no necesita saber, siente y eso basta, se preguntan los que dudan, intenta convencerse para no caer en su trampa. Él se conforma, al menos su voz le agrada, no importa lo que diga, si él sabe que el diálogo no existe, sólo los actos. Y ella, espera. A veces con mate y una pava siempre a punto de estallar, otras desnuda y con un libro a medio terminar.  Ella no duerme, pero ella, siempre tratando de ver las señales por debajo del agua. Podría morir y renacer, ser pez, trueno, una canción, un boleto viejo a Madrid, cualquier cosa menos mujer.

jueves, 13 de agosto de 2009

Noches de enciclopedia


El paso del tiempo siempre lo había atormentado y, a causa de esta vigilia forzada en la que transcurrían sus noches, la sensación de asfixia que lo acosaba había escalado. La paranoia nocturna era absoluta, bastaba el menor ruido, la puerta del ascensor, el ladrido histérico del perro del 5º C o la serenata de exabruptos que se profesaba la nueva parejita del departamento contiguo para desencadenar en él pensamientos dignos de un cuento fantástico.
Con los ojos bien abiertos y el corazón agitado, la radio clavada en el mismo dial y la luz del velador prendida, Fernando repasaba las páginas de una gran enciclopedia, así intentaba engañar a las terribles bestias que venían a buscarlo e incorporaba ávido una serie de eventos e información completamente inútil. Sin embargo, hallaba cierto placer en jugar a inventar definiciones alternativas para resolver absolutos tan inabarcables como el alma, la angustia y por qué no la felicidad.  Y entonces se internaba en un soliloquio interior en el que volvía a repasar su última relación sentimental, algo que no supo cómo se le escapó, e intentaba encontrar el error que delatara la fisura, pero no. Por más que le diera vueltas la respuesta no aparecía.
Salió de esa ensoñación en vigilia cuando el peso de la enciclopedia venció a sus brazos y retomó la línea en la que había detenido la lectura. Semejante ejemplar, con ilustraciones en colores, anexos y una serie de mapas desplegables e incómodos, lo obligaban a incorporarse totalmente sobre el espaldar de la cama y le impedían fumar. Había noches en las que Fer se retorcía de risa imaginando una mesa redonda con viejos de ceño fruncido y con un tono pedagógico discutiendo sobre las dos minúsculas líneas sobre la que sentarían las bases de una nueva convención, acuerdo metafísico y filológico, acerca de la felicidad humana, reducida a “un estado del ánimo que se complace en la posesión de un bien”, y los milagros a “hechos no explicables por las leyes naturales atribuidos a una intervención sobrenatural de origen divino”. Si un milagro se posara frente a ellos, ¿serían capaces de reconocerlo? Claro que no, y por eso, se reía de ilustres señores con respuestas tan burocráticas como su oficio de etiquetar y definir, tarea que también estaba abarcada por otra de sus innumerables  “proposiciones que exponen con claridad y exactitud los caracteres genéricos y diferenciales de algo material o inmaterial”. Con claridad y exactitud, ¡como si eso fuera posible!, la risa para ese entonces se transformab en estruendo puro.
Replicaba en voz alta y podía llegar a monologar durante horas con firmes argumentos que rebatían tanta simplicidad. Se negaba a aceptar que la complejidad del mundo, que tanto lo angustiaba, pudiera caber en esas oscuras afirmaciones. Pero no importaba, el caso era ocupar el tiempo, negarlo si se quiere, y que al perderse en esa vida meticulosa ordenada alfabéticamente olvidara, al menos por un instante, que la muy perra se le escurría y agotaba como las páginas de ese libraco.
El teléfono sonó y con un golpe seco puso fin a la lectura, aprovechó para encender un cigarrillo, le gustaba fumar mientras estaba al teléfono, incluso siempre le resultó atractivo escuchar del otro lado del tubo surgir esa masa espesa de humo que viaja desde el interior del otro y luego se cuela en los oídos.
Era Walter que, una vez más, se sentía solo y necesitaba salir, no importa a dónde –dijo- aunque ya tenía el plan armado. Irían a tomar algo al bar de costumbre, verían las mismas caras de siempre escrutándolos, instigandólos a sumirse en ese aire de alcohol y penas muertas de tanta repetición. Se sentaron en una mesa cercana a la ventana, pidieron dos cervezas y se quedaron en silencio. A esa altura ya conocían sus padecimientos, sus obsesiones, preferían compartirlas sin palabras, para qué nombrarlas, no hacía falta, se les escapaban con cada bocanada de aire y las tragaban con cada sorbo de birra. En la esquina, una pareja se despedía cariñosamente, se notaba que vivían el principio del amor, esa etapa de descubrimiento, ternura y susurros tibios al oído. Pensó, con el desencanto que lo caracterizaba, cuánto faltaría para que lleguen al abismo. A ese punto en donde ya se gastaron los artificios del enamoramiento, y las virtudes se convierten en vicios insostenibles. Los miró con desdén, ese que le generaba saber el truco que ellos desconocían, que se enmascaraba en ese romanticismo pegajoso y estúpido. Quiso salir, enfrentarlos y escupirles en la cara todas las trampas del amor. Apoyó con fuerza el vaso sobre la mesa y llamó al mozo.
-La cuenta por favor –dijo.