jueves, 13 de agosto de 2009

Noches de enciclopedia


El paso del tiempo siempre lo había atormentado y, a causa de esta vigilia forzada en la que transcurrían sus noches, la sensación de asfixia que lo acosaba había escalado. La paranoia nocturna era absoluta, bastaba el menor ruido, la puerta del ascensor, el ladrido histérico del perro del 5º C o la serenata de exabruptos que se profesaba la nueva parejita del departamento contiguo para desencadenar en él pensamientos dignos de un cuento fantástico.
Con los ojos bien abiertos y el corazón agitado, la radio clavada en el mismo dial y la luz del velador prendida, Fernando repasaba las páginas de una gran enciclopedia, así intentaba engañar a las terribles bestias que venían a buscarlo e incorporaba ávido una serie de eventos e información completamente inútil. Sin embargo, hallaba cierto placer en jugar a inventar definiciones alternativas para resolver absolutos tan inabarcables como el alma, la angustia y por qué no la felicidad.  Y entonces se internaba en un soliloquio interior en el que volvía a repasar su última relación sentimental, algo que no supo cómo se le escapó, e intentaba encontrar el error que delatara la fisura, pero no. Por más que le diera vueltas la respuesta no aparecía.
Salió de esa ensoñación en vigilia cuando el peso de la enciclopedia venció a sus brazos y retomó la línea en la que había detenido la lectura. Semejante ejemplar, con ilustraciones en colores, anexos y una serie de mapas desplegables e incómodos, lo obligaban a incorporarse totalmente sobre el espaldar de la cama y le impedían fumar. Había noches en las que Fer se retorcía de risa imaginando una mesa redonda con viejos de ceño fruncido y con un tono pedagógico discutiendo sobre las dos minúsculas líneas sobre la que sentarían las bases de una nueva convención, acuerdo metafísico y filológico, acerca de la felicidad humana, reducida a “un estado del ánimo que se complace en la posesión de un bien”, y los milagros a “hechos no explicables por las leyes naturales atribuidos a una intervención sobrenatural de origen divino”. Si un milagro se posara frente a ellos, ¿serían capaces de reconocerlo? Claro que no, y por eso, se reía de ilustres señores con respuestas tan burocráticas como su oficio de etiquetar y definir, tarea que también estaba abarcada por otra de sus innumerables  “proposiciones que exponen con claridad y exactitud los caracteres genéricos y diferenciales de algo material o inmaterial”. Con claridad y exactitud, ¡como si eso fuera posible!, la risa para ese entonces se transformab en estruendo puro.
Replicaba en voz alta y podía llegar a monologar durante horas con firmes argumentos que rebatían tanta simplicidad. Se negaba a aceptar que la complejidad del mundo, que tanto lo angustiaba, pudiera caber en esas oscuras afirmaciones. Pero no importaba, el caso era ocupar el tiempo, negarlo si se quiere, y que al perderse en esa vida meticulosa ordenada alfabéticamente olvidara, al menos por un instante, que la muy perra se le escurría y agotaba como las páginas de ese libraco.
El teléfono sonó y con un golpe seco puso fin a la lectura, aprovechó para encender un cigarrillo, le gustaba fumar mientras estaba al teléfono, incluso siempre le resultó atractivo escuchar del otro lado del tubo surgir esa masa espesa de humo que viaja desde el interior del otro y luego se cuela en los oídos.
Era Walter que, una vez más, se sentía solo y necesitaba salir, no importa a dónde –dijo- aunque ya tenía el plan armado. Irían a tomar algo al bar de costumbre, verían las mismas caras de siempre escrutándolos, instigandólos a sumirse en ese aire de alcohol y penas muertas de tanta repetición. Se sentaron en una mesa cercana a la ventana, pidieron dos cervezas y se quedaron en silencio. A esa altura ya conocían sus padecimientos, sus obsesiones, preferían compartirlas sin palabras, para qué nombrarlas, no hacía falta, se les escapaban con cada bocanada de aire y las tragaban con cada sorbo de birra. En la esquina, una pareja se despedía cariñosamente, se notaba que vivían el principio del amor, esa etapa de descubrimiento, ternura y susurros tibios al oído. Pensó, con el desencanto que lo caracterizaba, cuánto faltaría para que lleguen al abismo. A ese punto en donde ya se gastaron los artificios del enamoramiento, y las virtudes se convierten en vicios insostenibles. Los miró con desdén, ese que le generaba saber el truco que ellos desconocían, que se enmascaraba en ese romanticismo pegajoso y estúpido. Quiso salir, enfrentarlos y escupirles en la cara todas las trampas del amor. Apoyó con fuerza el vaso sobre la mesa y llamó al mozo.
-La cuenta por favor –dijo.


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