jueves, 25 de noviembre de 2010

Los siete Gandini (séptima entrega - parte III)

Marito dejó las llaves puestas, como era su costumbre, sólo dio media vuelta para dejar la cerradura trabada. Una vieja manía heredada de su madre.
Casco salió a su encuentro con ladridos y saltos, Marito se agachó para acariciarlo.
-Viste Casco me vinieron a buscar otra vez, esos periodistas no se cansan nunca, pero este pibe parecía distinto, me sonó sincero, ¿y si yo contara toda mi historia Casquito?
¿Qué podría pasarme? A esta altura ya no tiene mucha importancia, además los únicos que podrían llegar a enojarse son los otros, pero igual ahora tampoco me hablan. Como si yo tuviera la culpa de haber heredado toda esa fortuna. Si a mí nunca me importó la plata. Lo que pasa es que no me van a perdonar que nos les diera ni un centavo. Y bue, yo hice lo que me pareció mejor y esa plata… esa plata venía de algo turbio, es plata que iba a seguir trayendo desgracia. Yo de esas cosas sé, y estaba clarito que no iba a traer felicidad a ningún Gandini, porque estamos malditos Casco. Me quisieron hacer creer que era cosa mía nomás, por eso de los siete dedos y todo lo demás, pero no. Ahora veo todo más claro y sé que no soy yo, que esto viene de largo, de antes. Donar esa plata fue lo mejor. ¿Qué iba a hacer yo con todo eso?, si a mí no me interesan las grandes cosas, además te tengo a vos. Ay Casco, siempre estoy metido en algún lío.
Veni, vení loquito que te doy de comer, vos sí que sos bueno eh. Sos el mejor regalo que me dieron.

Después de poner el alimento en el cacharro de Casco, se sienta en la silla del patio interno, se queda con la mirada perdida, un poco en el techo, un poco en ninguna parte, como si recorriera mentalmente su historia, esa que quieren contar y él no se anima. Larga un suspiro y golpea con sus manos los apoyabrazos de la mecedora, como tomando impulso para pararse, y arrastrando los pies va hasta el cuarto de las herramientas de donde rescata una linterna.
Casco, vení, vení que voy a bajar.

miércoles, 24 de noviembre de 2010

Los siete Gandini (séptima entrega parte II)

Marito camina con la mirada clavada en las baldosas, las manos en los bolsillos y chifla bajito, algo que no se entiende, pero que suena parecido a un tango.
Unos pasos detrás de él otro hombre más joven parece no perderle pisada e incluso apura su paso como si quisiera alcanzarlo, pero sin llamar la atención de su objetivo.
Marito cruza la calle que lo separa de su casa y cuando mete la llave en la pesada puerta, el joven le toca suave el hombro para no asustarlo.
- ¿Usted es Mario Gandini?
- ¿Quién pregunta?, dice con desconfianza Marito.
- Me llamo Rubén Cirotta y soy productor de un programa de cable que se llama Sucesos, no sé si lo conoce…
- Me suena, capaz alguna vez vi un cachito, pero ¿qué tengo que ver yo con eso?
- Bueno, pasa que…

El joven duda, sabe que las palabras que elija de acá en adelante serán claves para convencer a Marito y no quiero precipitarse, decir demasiado y que Mario apresure la llave en la cerradura y le saque todo chance de cumplir con la tarea asignada. Si esta jugada le sale bien podría ser una excelente oportunidad de demostrarle al jefe que ya está para encarar algunos laburos más importantes que los simples mandados. Y aunque repasó mentalmente cien veces sus líneas ahora le parecen inadecuadas, le habían adelantado que el tipo este era raro, pero se lo hacía diferente, más bien lo imaginaba como el típico piola que se hace el boludo porque le conviene, en definitiva las cosas habían salido bastante mal para todos, menos para él. Ahora que lo tenía frente a frente había algo en sus gestos, en sus movimientos y, particularmente, en sus ojos que lo obligaban a romper con todos sus prejuicios, simplemente parecía un pobre tipo entristecido y sin carácter, más bien receloso, como si la vida lo hubiese molido a palos y su cuerpo viviera en tensión permanente esperando que le asesten un nuevo golpe.

-Qué es lo que pasa, yo no quiero nada raro, no me interesa nada, ni mucho menos nada con la tele, acá ya vino mucha gente a hacer preguntas, lo que yo quiero es estar tranquilo, que me dejen en paz de una buena vez.

-Lo entiendo y disculpe que lo haya tomado por sorpresa y haya venido hasta su casa sin aviso, pero nos interesa contar su historia. No la historia, -el joven hizo un exagerado énfasis y arrastró las letras- sino su historia -el mismo intento de marcar la sútil pero gran diferencia que encierra su propuesta lo hacen enfatizar, una vez más, cada sílaba-. ¿Me entiende? ¿Entiende lo que le estoy tratando de decir?

-Sí, sí, claro que lo entiendo. Yo entiendo todo, pero no tengo nada para decir, mi historia no tiene nada de interesante para los demás, y yo ya estoy cansado y no tengo ganas de andar contando nada, ni mío ni de mi familia.

- Claro, sé que usted pasó por momentos difíciles, pero siempre quedaron sospechas sobre su persona, su familia… ¿No le gustaría aclarar todo de una vez y vivir realmente en paz?

Sabía que se estaba arriesgando mucho, pero cada vez estaba más cerca de fracasar, lo suyo era un gesto desesperado por llevar a Marito a otro terreno.
- No sé, no sé, porque están mis otros hermanos y yo ya no quiero más líos con ellos ni con nadie. Así que prefiero dejar todo como está y si me disculpa yo voy a ir entrando.
- Mario, espere, hagamos una cosa, no hace falta que se decida ya, en unos días lo llamo y me dice qué le parece, capaz nos podemos juntar más tranquilos en un café y le cuento bien cómo sería todo, para que usted vea que esto es serio, que no queremos hacer un novelón, queremos contar la verdad, su historia, que la gente sepa quién es Mario Gandini. No me diga nada, pienselo, yo lo estoy llamando. Y le pido disculpas nuevamente por venir así.
Rubén le tendió la mano y cuando Mario se la estrechó supo que lo había convencido, que lo tenía en su terreno. Había conseguido la historia de Mario Gandini, de niño fenómeno a hombre misterio, heredero de una fortuna manchada de sangre y traiciones familiares, de secretos y conspiraciones. Ya podía escribir mentalmente los relatos, las voces en off, las preguntas que le haría, por fin iba a poder taparle la boca a su jefe.

viernes, 19 de noviembre de 2010

Ya no

Ya no. Una afirmación con pinta de negación, pero que sólo marca el punto final de un guión. Marca temporal de que algo que estaba se fue a otro parte o simplemente mutó y ahora es su contracara, una suerte de verdad falsa o maldición no proclamada.
El vacío donde ya no.
A veces pasa que te miro y siento que te dije todo, y no me refiero a esos silencios cómplices, sino a la desazón que invande primero la boca, se fuga por la lengua y se disuelve en la garganta sin que haya intención de sonaridad. No hay deseo de decir.
Porque ya no.
La continuidad en medio de la disrupción total es montaje, pero también podría ser un gesto repetido, aprendido, pero sin significado, el sentido –igual que lo demás- cae.
Cuando ya no.
Es como si el mismo abandono retrasara todo, el martillo suspendido en el aire y la mano se queda sin ceder, inmóvil, con la sentencia desdibujada por la propia indiferencia de las partes.
Nos aferramos a los restos del amor como un naúfrago que deposita sus esperanzas en el último resto del navío y anhela que ese pequeño fragmento sea lo suficientemente fuerte para mantenerlo a flote y llevarlo hasta la orilla.
Aunque sabe que ya no.
Si el desconcierto nos hace mirar hacia atrás y rastrear los orígenes, seguramente habrá suficiente amor ahí para suspender el juicio final, pero los recuerdos sólo sirven para tender puentes, pero no construyen el camino hacia el mañana, son sólo una puerta que se abre hoy para descubrir el ayer. Entonces, el “ya no” funciona como señal de advertencia, una bifurcación que se abre en medio de la ruta y obliga a detener la marcha y contemplar el horizonte por un instante. ¿Estamos irremediablemente atados a lo que somos o la potencia del ser es más poderosa que el irreductible “yo” ególatra (que va comiendo poco a poco los cimientos del castillo de naipes) e invita a descubrir posibilidad donde sólo había cerrojos?
Hablo de vos y de mí y de todo lo demás, porque los restos del amor son múltiples.
Y si ya no, ¿qué?
Mejor no decir nada. Cegüera ante el fracaso. Escudo protector. Guerra fría entre el pensar y el sentir. El silencio deja intacta la forma- casi en suspenso- sin alterar la incomodidad que va tejiendo lentamente y desconociendo que la materia entra en descomposición, aunque lo niegue. Esa red contiene las lágrimas y la carta de renuncia, pero también la inminencia del estallido.
La suerte de los amantes es que prefieren mantener viva la ilusión; los amados, en cambio, buscan salirse del tablero y apuestan sus fichas al jaque mate.
El silencio se esconde del ya no. ¿Por cuánto tiempo podrá sortear el enfrentamiento?
Cara a cara. Se miran al espejo y se reconocen. Son uno y lo mismo.
El “ya no” es el asesino del futuro.
Mañana ya no queda nada.
“El Silencio ha muerto”, lo dicen en las noticias.
Se ven las manchas de sangre en el espejo, en el suelo y en las fotos que cuelgan en la pared. Ellas sólo albergan fantasmas, los cuerpos se desvanecieron, así como también los rostros. Un cúmulo de contornos imprecisos.
Los restos del amor que prefiguraban la presencia, ya no.
Los vecinos comentaron y hasta la familia que festejaba el silencio, ese día habló. Le organizaron una ceremonia para despedirlo, vinieron amigos y conocidos, pronto todo se cubrió de flores y llantos, algún que otro cuento sobre anécdotas pasadas en un intento de recordar los buenos momentos. Más tarde, sin acuerdo previo, las voces se fueron encendiendo y cantaron juntas la última canción en homenaje al silencio muerto.
Ya no.