viernes, 7 de agosto de 2009

Manzanas verdes


Me quedé ciego a los 8 años. Tuve el tiempo suficiente para armar mi paleta de colores y recuerdos. Lo necesario para sentir la amputación.¿Cómo se le explicá a un niño la renuncia? Me sacaron de la escuela, del equipo de fútbol y los cumpleaños quedaron vedados, sólo para protegerme. El 13 de abril dejé de ser un chico más, no es que aprecie la vulgaridad, pero el pasaje de Bernie, el chico de la casa de portón blanco, tosco, desgarbado y algo narigón me caía mejor que el Bernie “especial”. No hay nada de especial en la ceguera. Mi mamá se esforzó por hacerme creer que era mejor así, porque no tendría que ver “todo lo feo que hay en este mundo, mi imaginación se desarrollaría y podría crear un mundo propio”.

Así fue como “mi mundo” se fue conformando dentro de las cuatro paredes de mi cuarto. No quise salir más. No salí más hasta que tuve que buscar a Carla, pero eso fue mucho después. Encerrado en la oscuridad de mi habitación, que es igual a cualquier otra, descubrí el don que sí me hizo verdaderamente especial - el que me colocó entre los 10 mejores del mundo y me dio reconocimiento internacional- pero eso también llegó después. En ese momento sólo se trataba de un juego, una manera de seguirle el pulso a la casa, al afuera al que de algún modo no quería renunciar del todo. Mi tía Mirta olía siempre a almendras, era un regordete budín de pasitos apretados, humeante, esponjosa y crocante. Venía todos los miércoles a visitarme, entraba silenciosamente a mi refugio y me dejaba dos rodajas de budín con la chocolatada, con “mucha espumita”, que preparaba especialmente para mí. La abuela Rosa vivía con nosotros. Ella era un frasquito frágil de colonia Heno de Pravia. La casa siempre adoptó su olor, algo que siempre me extrañó porque era el más delicado, el más suave y sútil. Un día me confesó que el secreto para la persistencia era “perfumarse en capas”,  primero se bañaba con el jabón de esa fragancia, luego se entalcaba, con la misma, y por último se ponía la colonia. Nunca cambió de marca, nunca cambió de hábito. Y con sólo atravesar el portón blanco, uno se sumergía en ese universo lleno de sol de mediodía, de pasto recién cortado, fresco como una brisa primaveral y blanco, tan blanco. Rosa olía a luz para mí. Después estaba mi padre que tenía impregnado el taller mecánico, una mezcla de grasa y transpiración masculina que no llegaba a ser desagradable, más bien resultaba como un afrodisíaco que alborotaba las hormonas femeninas de las señoras del barrio y, aunque recién saliera de la ducha, lo mismo se percibía ese mundo subterráneo de fosa con herramientas y repuestos desparramados. Mi mamá era como un pedacito de algodón mojado en alcohol. Cuando llegaba del hospital con su ambo inmaculado todo se tornaba más higiénico, inyectaba a cada ambiente una nota de Espadol, como si con el movimiento de sus brazos al andar fuera esterilizando el aire. A mí se me hacía que, de no estar ciego, podría ver como cada partícula alumbrada por el sol se iría desvaneciendo en el aire a medida que la rozaba. No me gustaba su olor, era inevitable que evocara en mí las corridas del día del accidente, los interminables pasillos del sanatorio en total oscuridad. Lo último que ví fue su rostro. Con los años mi inocultable rechazo había abierto una brecha gigante entre los dos e incrementado su sensación de culpa. Que mi abuela pudiera opacar con su manto luminoso tanta oscuridad resultaba reconfortante. Después estaba Elsa, la hermana menor de mi madre, que destilaba un olor rancio de noche insomne y colillas aplastadas en un cenicero. Podía adivinar sus ojeras de llanto y soledad, las yemas de sus dedos amarillas y su aliento a encierro. Elsa estaba empapada, como en un día de tormenta negra, de humo de cigarrillos. Imaginaba desprenderse de su alborotada cabellera mal teñida gotas de alquitrán y nicotina, que descendían lentamente por sus lagrimales, siguiendo el curso de su nariz, hasta chocar con sus labios y romperse silenciosamente en su lengua. Me caía bien. Entraba a mi guarida, muy de vez en cuando, me contaba alguna de sus desventuras amorosas y partía, sin esperar que yo dijera nada, pero sabiendo que la había escuchado atentamente. A ella le bastaba y a mí también. Cuando mi encierro se extendió por más tiempo del que mis padres sospecharon como “entendible”, decidieron empujar a mi pequeño mundo “a una amiguita con quien pudiera entenderme”. Carla había nacido ciega, por eso las cosas se le daban más naturalmente y las aceptaba con un sentimiento que a mí me maravillaba y, hasta el día de hoy, no encuentro una palabra que pueda explicarlo. No tardó en ganarse mi confianza, simpatía y corazón. Tenía un año y medio más que yo, el pelo lacio y suave y, al ser algo más alto, su cabeza siempre me quedaba a la altura de la nariz y su olor a manzana verde se me metía hondo. Dulce, pero no demasiado; frutal, pero con un toque silvestre y un dejo a cajón de madera y tierra fértil. Carla olía a vida. Y así, sin querer, sólo con su champú me devolvió el mundo que había recortado a cuatro paredes y volvieron las ganas de salir sólo para encontrarla en su jardín. Finalmente, me convertí en un profesional de las fragancias y los perfumes, dejé de ser ojos, como todo el resto, para ser nariz, como unos pocos. Mi trabajo es buscar, combinar, elegir, descartar y resumir conceptos abstractos en una sinfonía de fragancias que quedan encapsuladas en botellitas de perfumes. El oficio se basa en discernir entre miles de fragancias y, si el don del olfato llega a la genialidad, crear un nuevo aroma. Cuando Carla se fue, no hubo tiempo para despedidas, me obsesioné con encontrar esa tentadora manzana verde en algún lugar. Tardé en comprender que para ella sólo fui un chico más, eso que había anhelado en otros tiempos, ahora, me desgarraba el corazón porque quise tanto ser Bernie, su amigo “especial”. Me había olvidado, así, sin más. A pesar de mi madurez, seguía sin entender de qué se trataba la renuncia y, será por eso, que sigo buscando su perfume, ya no en las calles, sino en un sofisticado laboratorio. Quiero que ese sabroso jugo que se desprendía de su lisa cabellera, esa dulce melodía con algo de trágico, ese crujir de los dientes en la carne blanca, la aspereza de la cáscara y la suavidad de su interior quepan en un pequeño frasco de perfume. Carla como una brillante manzana verde llena de vida…

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