viernes, 21 de agosto de 2009

Terapia II


Llegó cinco minutos antes de su horario. Esperó en la entrada del edificio sin tocar el timbre, encendió el primer cigarrillo del día y repasó mentalmente los acontecimientos relevantes de la semana pero no encontró ninguno que justificara especial atención. No le gustaba entrar al consultorio sin saber de que iba a hablar. El silencio la ponía incómoda. Prefería tener un tema en mente antes de sentarse en el sillón verde. Hoy no se le ocurría nada. Apagó el cigarrillo y miró la hora, faltaban dos minutos para las nueve, la noche estaba pegajosa y lenta.
Tocó el timbre con impaciencia y aguardó. La misma mujer de unos cuarenta y tantos años bajó con la llave de Marta, le abrió la puerta y se la entregó, apenas intercambiaron palabras.
Ese simple ritual de pasarse la llave siempre le había parecido significativo. Un paciente le pasaba, "transfería", la llave de acceso. Inmediatamente pensó hacia donde la transportaba ese pequeño ascensor, se miró en el espejo tratando de ver que impresión causaría, luciría desequilibrada, preocupada, confundida, perturbada, acaso triste. Contempló una vez más la imagen que le devolvía el espejo y pensó que se veía bastante bien y, aunque no podía negar que experimentaba todos esos sentimientos, lograba cierta neutralidad en su expresión.
En cambio a la mujer de los cuarenta y tantos años se le notaba. Un divorcio reciente, la misma soledad de siempre, tenía que ser eso y no otra cosa. Su ojo clínico le decía que no podían ser otros los motivos que la llevaban a lo de Marta cada viernes cuarenta minutos antes de que ella llegara.
Pensó si la mujer, pongamos que se llama Silvia, vería a través de ella. La tranquilizó el espejo y su apariencia de normalidad. Nunca había llorado en sesión, tampoco había llegado nunca en plena crisis, siempre ocurrían antes o después, pero nunca, nunca cercana a su visita al consultorio.
Es cierto que ella la veía, a Silvia ,cuando salía de terapia y eso era bien distinto a entrar.
Entonces agradeció ser la última paciente de Marta, sin intercambio de llaves posterior a su sesión, sin terceros que jugaran a adivinar las razones que la arrastraban hasta allí.
Abrió la puerta del ascensor y golpeó en el departamento D. Escuchó del otro lado un incesante ir y venir, se imaginó a Marta acomodando el consultorio, vaciando el cenicero que llenaba Silvia y estirando la funda del sillón.
Esperó en el pasillo, afuera, fuera de sí, porque entrar -en algún punto- implicaba sumergirse, nadar en las aguas de ese mundo tan celeste. Tal vez por cuarenta breves minutos en siete largos días entreabría la ventana y se dejaba entrar. Por cuarenta minutos -una vez a la semana- se producía el encuentro.

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