jueves, 25 de febrero de 2010

Los siete Gandini (tercera entrega)

Luisa vení, grita Julio desde la cocina.

Se escucha el taconeo, algo falto de ritmo. Antes verla venir era un “espectáculo”, como el mismo Julio repetía, pero ahora los años parecen afectar su cadencia, o tal vez sea la mala postura de lavar tantas cabezas, alisar tantos rulos y barrer los restos de cabello de sus clientas. Luisa siempre suspira, pero nunca se niega.

¿Qué pasa?

Eso mismo. Quiero que me tires las cartas, todo este asunto de la sucesión me tiene nervioso.

Me imagino, y encima el pesado de Marito que no quiere vender la casa.

¿Con quién estuviste hablando?

Con nadie Julio. Las cartas…

Sí, ya sé, las cartas no te esconden nada.

Exacto! Además, adónde más podría ir ese pobre diablo.

Bueno, concentrate y tirame las cartas.

Ya vengo, necesito prepararme un poco, que esto no es soplar y hacer botellas. ¿Cuándo entenderás que tiene su ciencia.

Ma' que ciencia ni ciencia, dejate de joder y traé las cartas.

Siempre tan grosero vos, ahora no te tiro nada.

“Pero por qué no me tirás esta” -piensa Julio- pero no lo dice, porque sabe que Luisa detesta que le diga esas cosas y al fin de cuentas él necesita sus dotes de tarotista para salir de tanta incertidumbre.

Otro toconeo de vuelta al dormitorio, Luisa va directo al cajón de la mesita de luz y saca una cadena de plata con un colgante de cuarzo, las cartas del tarot y un pequeño paño para cubrir la mesa. Suspira, balbucea algo inaudible en forma de protesta y regresa a la cocina.

Julio observa como las manos de su mujer estiran el paño sobre la mesa, solían ser lindas, ahora tienen la marca de amoníaco de tintura berreta, desmejoradas, sin elegancia aunque sus uñas destellen un rojo eterno. Piensa en que la vida pasa rápido, en que Luisa no se merece que la engañe, pero no lo puede evitar, se le viene a la cabeza la imagen de la vieja en el cajón, el ataque de Marito, los ojos de Alberto denunciándolos a todos, “para qué mierda habrá vuelto ese hijo de puta. Va a armar quilombo”. Se da cuenta de que su mujer lo mira inquieta, como esperando que vuelva de alguna otra parte.

¿Qué te pasa Julio?

Nada. Estaba pensando en la vieja. Qué se yo, en cómo se pasa el tiempo, pero arranquemos de una vez que me tengo que ir.

Estrella pasa la cadena con el cuarzo por encima de las cartas, sobre la cabeza de su marido, sobre la suya y se lo cuelga. Cierra los ojos y lleva su cabeza hacia atrás, como si una fuerza la estuviera poseyendo, sus pestañas tiemblan y eructa tres veces. Todo conforma un rito, el preludio -si se quiere- a su conexión con algo inasible como el futuro. Para Luisa es natural someter cada pregunta al contundente vaticinio de sus cartas, no se imagina otra manera de transitar, cuando se aleja del chusmerío de la peluquería se sienta en la cama algunas veces para llorar y otras para buscar respuestas, aunque no todas. Saber la obligaría a fingir y prefiere evitarlo, por eso abraza como religión la ignorancia, tuvo que acostumbrarse a ignorar ciertos negocios de su marido, algunas llegadas fuera de horario y baches que Julio ni se esforzaba en cubrir. La ignorancia le permite cuidar esa frágil y aparente felicidad en la que viven. No es que se sienta desdichada, sabe que su marido la quiere, a su forma, no tenían problemas económicos, siempre le gustó su trabajo en la peluquería.

Estrella le hizo la tirada tradicional.

Y…está complicado. Todo muy trabado, problemas con papeles, peleas, un visitante que llega para cambiar las cosas.

Alberto, que vino seguro para hinchar las pelotas, porque guita no le hace falta, dice Julio.

Sí, el panorama no es nada sencillo. Se viene una, que ni te cuento!

Contame, contame, decime más.