martes, 4 de agosto de 2009

Contra la pared


Sugerencia al lector: Si puede busque el track I feel (Depeche Mode) y ponga play cuando esté listo para leer.
Cahit cae pesado sobre la calle. Tras una estúpida pelea fue expulsado junto a su borrachera fuera del bar donde gastó los últimos billetes que traía.
El ruido del motor de un Chevrolet azul cortan en dos la noche y un haz de luz alumbra el negro pavimento. Deja que su cuerpo se hunda en el asiento y sus pies se sumerjan en el abismo que le ofrece el acelerador. Sus manos fuman, manejan, se arreglan el pelo que se le mete en los ojos, se rascan la barba y golpean el volante. El auto atraviesa un estrecho túnel, las paredes se vienen encima, los azulejos blancos acarician la chapa azul y el Chevrolet deja atrás la luz fluorescente para volver a la noche con toda su crudeza. Cahit se llena del aire de la noche, lo lleva hasta el fondo de su abdomen, siente como se quiere fugar desde sus pulmones -subiendo despacio por su garganta- y lo retiene todo cuanto puede. Sus manos intoxicadas, como el resto de su ser, giran para embestir el auto contra la pared.
-Si querés acabar con tu vida, hacélo, pero no tenés que morir para eso, dice el psiquiatra de turno.
Cahit enciende un cigarrillo, le escupe el humo en la cara y se queda en silencio hasta que sus labios mienten un “no quise matarme” mientras todo su cuerpo grita muerte.
Cahit Tomruk es turco, tiene 40 años y hace rato que se convirtió en un perro callejero que aúlla y deambula insomne en busca de alcohol y drogas por las calles de Hamburgo. Trabaja en un bar juntando las botellas, latas y vasos que otros borrachos dejan en el suelo. Alquila una pieza que huele a tabaco y alcohol, a mugre y resentimiento, a abandono y destrucción. Ahora está recluido, contra su voluntad, en la planta psiquiátrica de un hospital “por intento de suicidio”. Acostumbrado a que a nadie le importe se siente acorralado. Será por eso que como toda bestia saca los dientes antes de hablar. Sale del consultorio y siente la mirada de la hembra.
Sibel tiene 20 años, los ojos grandes y las muñecas cortadas. También es de origen turco y vive con su familia a la sombra del Islám. Ellos son fervientes creyentes, tanto como para que las ansías de vida y libertad obliguen a una muerte anticipada a su hija menor. A Sibel le gusta demasiado vivir como para ser musulmana, demasiado como para quedarse quieta en la cárcel de arena que le imponen, demasiado como para dejar que la creencia en el “maktub” (está escrito) la gobierne. Pero sobrevive y fracasa (o no). Y cuando se cree perdida escucha en la sala de espera el nombre de otro suicida, turco también, que ella tomará como parche para su imperfecta actualidad. Esposarse con alguien como Cahit es la puerta al mundo, la definitiva salida de la órbita familiar.
Cahit camina por el parque.
Sibel trota hasta alcanzarlo.
Él no puede evitar notar sus muñecas cortadas.
- Así no te morís.
-Así, ¿cómo?
-El corte tiene que ser perpendicular.
-A la mierda con eso.
-¿Podés conseguir una cerveza?
-Si te casás conmigo.
-Sólo cojo con hombres.
-Sabés qué… Te voy a traer una cerveza. A medianoche te espero delante del hospital.
El frío de la noche les permite reconocer cada extremidad de sus cuerpos, la respiración se vuelve una patente evidencia de que en el interior quedan vestigios de vida. En el bar más cercano al hospital Cahit recupera parte de su fuego con el primer sorbo de cerveza. Sibel prefiere jugar con la botella.
-¿Por qué te querés morir? le pregunta Cahit.
-¿Te gusta mi nariz? Tocala. ¿Ves? Me la partió mi hermano cuando me vio abrazada a un chico. ¿Y mis tetas? Son lindas, ¿no? Bueno, quiero vivir, quiero bailar, quiero coger, y no con un sólo hombre. ¿Me entendés?
Cahit no se sorprende, ni siquiera ante la redondez y exhuberancia de sus senos, tiene la mirada cansina como de quien ya vio demasiado y no quiere ver más.
-Casate conmigo ahora.
-Olvidate
Sibel rompe su botella y se corta.
Desesperada corre. No reconoce calles ni nombres. Va dando tumbos entre la gente, invadida por el deseo y la furia. Lo busca, lo llama, llora y maldice. Se rebela contra su destino y su sangre, esa que ve brotar desde sus muñecas, esa que la ata a una tradición familiar, a una religión a la renuncio desde que eligió vivir.
Contra la pared, es cortar y darse a la fuga.
Sale del barro, para volver a caer con fuerza y hace sucumbir las paredes del encierro. Su sexo salvaje busca una nueva presa, olfatea la locura y se refugia en cuartos que mañana no recordará.
El instinto suicida hace su ronda nocturna. Ella se ofrece, le muestra las tetas, aunque sabe que las heridas no se lavan con alcohol. Intoxicada de vida y de muerte se pierde en callejones al borde del camino.
Estado de sitio.
Todo lo que alcanza a ver es un cielo que termina en tormentas de ácido y negación, en vuelos subterráneos y laberintos interiores que quisiera desconocer.
Desesperada nada entre peces sedientos.
El agua turbia mancha su ropa, tiñe sus sueños, pero ella resiste. Aprieta los dientes, muerde la lengua y traga el veneno. Consume los instantes uno a uno, bebe los restos de aquí y de allá, ya no es dueña ni de su cuerpo.
Desesperada renuncia al día.
Contra la pared, es cortar y darse a la fuga.



No hay comentarios:

Publicar un comentario