miércoles, 23 de febrero de 2011

Fuga no premeditada


Llegaba tarde. Corría evitando las baldosas flojas, sus tacos apenas tocar el agua dibujaban una pequeña estela que se diluía hasta no dejar rastro de su paso. No usaba paragüas, le parecía tan inútil como esconderse frente a lo inevitable. Masticaba chicle, se acomodaba el pelo y fumaba casi con la misma compulsión. Llegaba tarde.
Odiaba tener que disculparse y dar explicaciones, no podía entender porque siempre la gente esperaba que dijera algo y no aceptara simplemente su impuntualidad como otro rasgo de su imperfecta personalidad. Claro que ella era una excepción, ella era la más linda excepción. Y de tan sólo pensarlo se le iluminó el rostro.
Estaba en la vereda de enfrente y desde ahí la veía sentada en una mesa junto a la ventana, leyendo un diario con una taza de café y el piloto puesto, la notebook a un costado y su pelo prolijamente atado en un rodete alto que le quedaba tan bien. Estaba perfecta. Al verla quiso apurar el encuentro, pero el semáforo parecía eterno y no cambiaba, los autos desfilaban y los colectivos hacían que mirarla a la distancia fueran como flashazos. Le gustó espiarla, verla de lejos era como si pudiera ser una extraña otra vez, redescubrirla de algún modo. Cuando los autos se detuvieron no pudo cruzar, se quedó clavada en la esquina con los ojos puestos en la primera mesa del bar, en la chica del rodete que leía el diario con aire concentrado y se llevaba la taza sin quitar la vista de las páginas entintadas. En ese momento, vio como ella consultaba su reloj e interrumpía la lectura y fijaba su atención en la puerta. Se notaba que esperaba a alguien, pero sin impaciencia. Llamó al mozo, pidió otro café y dejó el diario. También vio como tipeaba algo en su notebook, tal vez revisaba emails, contestaba con determinación, sus dedos recorrían con rapidez el teclado y casi no podía seguirla. El mozo le sacó conversación y ella sonreía, despreocupada, ajena a las miradas, a su mirada. Se dio cuenta de cuánto la deseaba, cuánto quería estar con ella y explicarle que la había elegido por sobre una suma infinita de posibilidades y que eso era algo que la cotideaneidad no podía desdibujar, era tan inevitable como mojarse un día de lluvia. Quiso abrazarla desde ahí, desde la esquina con lluvia, desde la certeza que la había inundado. Le hubiera gustado poder decirle que el peso de los sentimientos se los dan las palabras, no el sentir. También quiso poder susurrarle al oído que todo estaría bien, que las cosas se acomodarían y lentamente volverían a un lugar en el que ella se sentiría feliz nuevamente, tal vez enomarada, tal vez no.
Sabía que algún día la entendería, que podría perdonarla, porque ella era de las que saben soltar, eso siempre se lo había admirado.
Encendió un cigarrillo, la seguió mirando, robándole el último instante, recorriendo cada detalle, queriendo memorizarlos, retenerla para ella en esa cercana lejanía, como una perfecta representación o sintésis de su historia: dejarla ir para no perderla. No sabía cómo había llegado hasta ahí, si sería culpa de la lluvia, del semáforo, de su sonrisa perfecta a través de un vidrio salpicado, del rodete que le quedaba tan bien. No lo sabia, pero ahí estaba, en la vereda de enfrente a instantes de una fuga no premeditada.