viernes, 4 de septiembre de 2009

Traje azul

Martín cierra la pesada puerta de Matienzo al 1700 con cierta torpeza, en la otra mano carga un manuscrito, el último de su producción, el más decente pero aún insuficiente para recuperar su título de joven revelación. Anoche cuando su madre le preguntó por teléfono si estaba conforme, después de un largo silencio se animó a decir que “a este le tenía fe”, pero sabía que (se) mentía.

Esa mañana no pudo desayunar, el primer sorbo de café le produjo una arcada, dejó la taza sobre la pila de platos sucios, y fue hasta el baño para cepillarse nuevamente los dientes con exagerado énfasis, al ver sangrar sus encías se detuvo y escupió una vez. Repasó su presentación y los argumentos que esgrimiría si la respuesta inmediata era un no, porque, a decir verdad, sabía que las probabilidades de aceptación eran ínfimas. Sin embargo, eso no lo inquietaba tanto como volver a verlo a él. Sabía que escribir  otro best seller sólo se trataba de un golpe de suerte y no podía confiarse que le pasara dos veces en la misma vida, ahora estaba en deuda con la editorial y hasta que no les diera “material publicable” la sombra del gordo Vespa lo acosaría todas las noches.

Son las diez y se supone que en media hora Martín tiene que estar en pleno centro, mira el reloj incesantemente, agita su muñeca y la aguja sigue clavada en el mismo lugar, al igual que él que no puede abandonar el sillón de la sala. Tiene miedo de salir a la calle, -acaba de darse cuenta- no quiere ver gente, no quiere que el sol golpee sobre su traje azul, tampoco sentir las primeras gotas de sudor corriendo por la espalda y el frío helado cuando, por fin, se abra la puerta de la oficina del gordo.  Se niega a tragar saliva y en silencio soportar la ironía medio pelo de Vespa, esa mueca de desprecio acusándolo del otro lado del escritorio. Cuando comenzaba a formarse una imagen más certera de la escena que le esperaba, contuvo el aliento, se aflojó la corbata y encendió la tele, quiso –pero no pudo- evitar la visión del cuerpo flácido y peludo de V desbordando por la camisa y los pantalones caídos, el mismo esfuerzo por apartarla no hizo más que hacerla completamente nítida y persistente, inundando todos sus pensamientos.

Vomitó sobre su traje azul y lloró.

El celular comenzó a vibrar sobre el vidrio de la mesa y se impuso sobre su silenciosa queja, no le hacía falta mirar -sabía que era el gordo-, pero revisó el nombre sólo para saber que no se equivocaba. Lo dejó sonar. Una vez en el baño se metió en la ducha –con el traje puesto- y soltó una risa histérica. No sabe cuánto pasó desde que las primeras gotas golpearon su cara, pero supo que era tiempo de salir.

Se sacó la ropa y se cubrió con la toalla. El traje quedó abandonado, destilando tinte azul sobre el blanco de la bañera. “Berreta”, -murmuró-, descalzo y con absoluta despreocupación caminó sobre el parquet hasta el estudio, buscó el disco de The Smiths y clavó la púa con precisión para escuchar “How soon is now”, un sentimiento bastante parecido a la euforia –si es que eso no podía ser otra cosa- comenzó a circular por su cuerpo. Se vistió sin prestar demasiada atención, al azar tomó una remera y se puso los mismos jeans que había usado ayer (y el resto de la semana). Tomó el manuscrito, encendió un Marlboro y esperó el ascensor. Subió a la terraza del edificio, contempló la vista, sintió el aire en su cara, apagó el pucho y lo tiró para verlo caer, seguir su trayectoria hasta tocar las veredas y convertirse en un puntito naranja. Tan distante como el miedo. Separó el manuscrito y dejó que el ronroneo del viento se lleve las páginas súbitamente, que las aleje de él, pero sobre todo que se vuelvan inalcanzables para el gordo Vespa.

El celular volvió a sonar en la mesa de vidrio –“Estoy en camino, llegó en media hora”-respondió Martín. Se ajustó la corbata, emprolijó la pila de hojas y cerró la puerta. 

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