jueves, 1 de octubre de 2009

Paralelos entre el amar y el leer


Esta semana volví a la biblioteca. Una chiquita que no tiene grandes títulos, pero para sosegarme en los largos viajes entre mi casa y el trabajo, basta. Tiene pasillos angostos, mal iluminados y un orden, la palabra no es orden, sino justamente cierto desajuste sobre los criterios de organización, que particularmente me resulta inquietante, en el buen sentido. Hay cierta arbitrariedad en la manera en que los ejemplares están dispuestos que vienen a reforzar ese sentimiento que es el que intento describirle a usted, señor lector, y que llamaré “magnetismo”. Cuando recorro los estantes siempre siento que en algún lugar hay un brillo especial, como si la poca luz y mal dispuesta se concentrara sobre un rincón específico, y más aún sobre un libro en particular, y sólo uno. Aunque no estoy segura de llamarlo brillo, porque esa precisión para clavarse justo en un punto y que me invita a tomar justo el libro que se destaca y no otro, aún cuando ni siquiera conozco al autor, tiene que ser algo más. Hay algo de magnetismo, de romance y cercanía, en ese simple gesto. Deslizo la mirada por la contratapa queriendo encontrar la respuesta, pero al igual que en el amor, no sé exactamente qué me enamoró, después –y sólo después- entra en juego la razón (que trata de ponerle nombre a todo) y comienza el segundo paso en el que reafirmo el sentimiento, y me vuelvo a convencer sobre lo que ya sabía (o al menos sospechaba), y empiezo a deshojar margaritas mentalmente y hago una suerte de lista: “me gusta,  esto no, es así (qué le voy a hacer), tiene esto que me encanta, pero cuando hace esto otro, la mataría”. Con los libros me pasa lo mismo o algo bastante parecido. Dejeme, entonces,  explicarle por qué me animo a asegurar esto y publicarlo para que usted lo lea. Tengo mis razones, ya lo verá.
Cuando tomo un libro (comience a tejer usted los paralelos y sustituya libro, por amante, enamorado u objeto de deseo) se abre un gran interrogante, y comienzo por lo más sencillo, descubrir su nombre, su origen, su apariencia, pero simplemente por no romper con cierta ceremonia o preámbulo, porque –como dije antes- “el magnetismo” ya me llevó hasta el, me ató a el y sé que lo elegí de entre otras miles de posibilidades, sin importar todo lo que quedaba por fuera -eso que abandonaba sin siquiera conocer- porque me había enamorado, entonces no queda lugar para la renuncia, porque simplemente no me importa que hay más allá de las fronteras que delimita su existencia. En esas circunstancias sólo respondo a ese llamado (que otros entenderán como atracción o amor a primera vista) y que para mí seguiría siendo “magnetismo”. Segundo paso: me sumerjo, sin dudas, en ese proceso hermoso que es el enamoramiento, ese descubrir –ahora más profundo- de cada detalle, de cada punto y coma que encierra su existencia, de cada palabra que me dice y, como una marea que me arrastra y arrastra, sólo me dejo llevar hacia sus profundidades, para desentrañar su esencia, eso único que tiene para darme, que de alguna manera inexplicable ya no me dejará ser lo que era, porque con su contacto -en ese abrirme y entregarme a todos sus misterios, a sus verdades, fantasías e ilusiones que teje sin que yo pueda darme cuenta o negarme- movió las piezas y generó una nueva realidad y un nuevo “yo”. Me mimetizo, me convierto en heroína, desterrada, amante, loca, necia, seductora, esquiva, voraz…

Ese mundo nuevo se nos abre como una posibilidad de ser cosas que antes nunca fuimos y que sólo ese libro (siga con el juego de reemplazarlo por amante/amado) logró que seamos. Durante ese proceso, lo que se queda fuera se desvanece, se desdibuja y sólo está ahí sin que pueda afectarme, porque –egoísta o no- mi realidad es otra y se cierne sobre ese otro mundo que se abrió en el momento mismo en que lo elegí. Sólo me quedan restar las horas para comenzar a saborear de antemano el instante del encuentro, en que mis manos se posarán sobre él, en que mis ojos sólo tendrán un objeto de atención, en que mis ojos ávidos de más se vuelvan a perder en ese río que fluye dejando todo atrás, para olvidar lo que era y reencontrarme con lo que soy, para mojarme los pies y enseñarme la belleza que hay en ese paisaje, esas páginas que voy pasando, lentamente, sin querer perderme de nada, sin apresurarme, porque sólo puede haber gozo en ese remanso. El “magnetismo” es absoluto y, más allá de hacia dónde me lleve el camino que emprendí (porque no es el final lo que interesa) sé que valió la pena haber transitado cada una de esas páginas, haberme perdido en cada uno de esos capítulos para reencontrarme luego. Y cuando el final se acerca, porque siempre son inevitables, -permitame usted lector cierta cuota de pesimismo- volvemos a tomar conciencia de que hay otro mundo allá fuera, una biblioteca llena de ejemplares tan adorables como el que acabamos de dejar ir, no sin antes habernos conmovido y vibrado de todas las formas posibles. Y con esto digo que no siempre ese idilio termina como esperaba, y no siempre los finales son felices, a veces ese "magnetismo" cae pesadamente y me deja un gusto amargo, otras siento que me engañaron y que tardé demasiado en darme cuenta, que podría haber dado vuelta la página antes de llegar al caótico final, sólo para evitarme los reproches. Pero (en estos casos siempre existe un pero) soy consciente de que nada de eso puede contra la necesidad de volver a pasar por esa extraña experiencia, en que -como revelación o accidente- la luz se vuelve a posar sobre un libro, siento “el magnetismo” y me vuelvo a entregar dócilmente a sus misterios. Sólo así, se entiende que sigamos amando.

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