Esta semana volví a la biblioteca. Una chiquita que no tiene grandes títulos, pero para sosegarme en los largos viajes entre mi casa y el trabajo, basta. Tiene pasillos angostos, mal iluminados y un orden, la palabra no es orden, sino justamente cierto desajuste sobre los criterios de organización, que particularmente me resulta inquietante, en el buen sentido. Hay cierta arbitrariedad en la manera en que los ejemplares están dispuestos que vienen a reforzar ese sentimiento que es el que intento describirle a usted, señor lector, y que llamaré “magnetismo”. Cuando recorro los estantes siempre siento que en algún lugar hay un brillo especial, como si la poca luz y mal dispuesta se concentrara sobre un rincón específico, y más aún sobre un libro en particular, y sólo uno. Aunque no estoy segura de llamarlo brillo, porque esa precisión para clavarse justo en un punto y que me invita a tomar justo el libro que se destaca y no otro, aún cuando ni siquiera conozco al autor, tiene que ser algo más. Hay algo de magnetismo, de romance y cercanía, en ese simple gesto. Deslizo la mirada por la contratapa queriendo encontrar la respuesta, pero al igual que en el amor, no sé exactamente qué me enamoró, después –y sólo después- entra en juego la razón (que trata de ponerle nombre a todo) y comienza el segundo paso en el que reafirmo el sentimiento, y me vuelvo a convencer sobre lo que ya sabía (o al menos sospechaba), y empiezo a deshojar margaritas mentalmente y hago una suerte de lista: “me gusta, esto no, es así (qué le voy a hacer), tiene esto que me encanta, pero cuando hace esto otro, la mataría”. Con los libros me pasa lo mismo o algo bastante parecido. Dejeme, entonces, explicarle por qué me animo a asegurar esto y publicarlo para que usted lo lea. Tengo mis razones, ya lo verá.
Cuando tomo un libro (comience a tejer usted los paralelos y sustituya libro, por amante, enamorado u objeto de deseo) se abre un gran interrogante, y comienzo por lo más sencillo, descubrir su nombre, su origen, su apariencia, pero simplemente por no romper con cierta ceremonia o preámbulo, porque –como dije antes- “el magnetismo” ya me llevó hasta el, me ató a el y sé que lo elegí de entre otras miles de posibilidades, sin importar todo lo que quedaba por fuera -eso que abandonaba sin siquiera conocer- porque me había enamorado, entonces no queda lugar para la renuncia, porque simplemente no me importa que hay más allá de las fronteras que delimita su existencia. En esas circunstancias sólo respondo a ese llamado (que otros entenderán como atracción o amor a primera vista) y que para mí seguiría siendo “magnetismo”. Segundo paso: me sumerjo, sin dudas, en ese proceso hermoso que es el enamoramiento, ese descubrir –ahora más profundo- de cada detalle, de cada punto y coma que encierra su existencia, de cada palabra que me dice y, como una marea que me arrastra y arrastra, sólo me dejo llevar hacia sus profundidades, para desentrañar su esencia, eso único que tiene para darme, que de alguna manera inexplicable ya no me dejará ser lo que era, porque con su contacto -en ese abrirme y entregarme a todos sus misterios, a sus verdades, fantasías e ilusiones que teje sin que yo pueda darme cuenta o negarme- movió las piezas y generó una nueva realidad y un nuevo “yo”. Me mimetizo, me convierto en heroína, desterrada, amante, loca, necia, seductora, esquiva, voraz…
jueves, 1 de octubre de 2009
Paralelos entre el amar y el leer
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