lunes, 21 de septiembre de 2009

Stay


Las personas pueden clasificarse en dos tipos: las que se quedan y las que no. Tan simple como eso. Hay quienes se quedan para mirar los restos, para asistir al reparto de viejas pertenencias, demasiado viejas, demasiado inútiles para transportarlas. Esos pequeños fragmentos son los que conforman la gran tela de la que está hecha la vida.
Ví como ellos repartían las fotos, desarmaban una casa y cuidadosamente envolvían y guardaban. Ella tenía un gesto casi automático, una pericia particular que denotaba cierta habilidad para comprimirlo todo. En ese momento, supe que no sabría –ni quiero saber- el arte de encerrar todo lo que somos en una caja. ¿Acaso cabe tanta vida? Con las mudanzas volvemos a ser niños jugando con bloques simbólicos: sentimientos, momentos, papeles olvidados (y no tanto). De repente, los recuerdos que considerábamos inherentes a nuestra esencia, esos a los que no renunciaríamos
-por más dolor contendido que haya en ellos-, se convierten en trastos con los que no queremos cargar.
Aquel sinfín de pequeños tesoros se reduce a tres o cuatro detalles a los que nos aferramos para sentir que el tiempo y la gente que pasó por nuestra vida, al menos, dejó algo real (tangible). Y, sin dudas, entendemos que el camino es tan ondulante como el mismo mar: te moja los pies, te muestra la libertad, mundos submarinos nos son revelados, y luego se va, dejando un rastro de sal dibujado en alguna parte.
Pero lo más terribles es comprender que sos de los que se quedan, porque hay pequeños quiebres, falsos intentos de encontrar algo más allá de la bruma, pero el retorno es inevitable. ¿Hay algo de derrota en eso? Creo que no. Una sensibilidad especial, si se quiere, una forma de entender lo lineal que hay detrás del tiempo, un intento de otorgarle otra dimensión (múltiple). El que se queda tiene la desventaja de ver la putrefacción de los restos, la descomposición de un orden establecido de las cosas, una rutina que se fue fijando casi sin querer, porque nadie quiere caer en la trampa de lo repetido, de lo ordinario que hay en el día a día. Pero no es sólo su condición de testigo el que lo ubica en esta contrariada posición, sino la de permanecer, porque la permanencia es lo que otorga cierta unidad en medio de la ruptura, porque ese alguien (que se queda) se vuelve estructura frente a la nada. Y su propio enfrentamiento con el vacío lo vuelve vulnerable, es decir él se vuelve evidencia de la nada o, lo que es lo mismo, de la angustia.

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